lunes, 25 de marzo de 2024

“El cerebro del que castiga”, 2014. Morris B. Hoffman

    El juez Morris Hoffman elabora una cuidadosa reflexión acerca de la relevancia del castigo en la vida social. Se parte de la innata conflictividad del ser humano. Una conflictividad que se da en todos los mamíferos sociales, pero que en el caso del Homo sapiens resulta inoperante, considerando los enormes beneficios que para nosotros –y no para otros animales- supondría una cooperación efectiva que todo conflicto dificulta.

  Es cierto que existen ciertos instintos cooperativos que ayudan a prevenir los conflictos de intereses, pero estos se hayan limitados por el lógico peso del egoísmo de cada uno. Los instintos cooperativos son claros, efectivos y relevantes… pero insuficientes.

Nuestros cerebros fueron construidos para respetar las propiedades de otros, para esperar que se respeten las nuestras y para mantener nuestras promesas y esperar que los otros mantengan las suyas  (p. 41)

  Y el problema social se plantea tan simplemente como esto:

Si pudiéramos engañar y no ser pillados, podríamos disfrutar de todas las ventajas de la vida social y sin embargo conseguir una ventaja sobre todos los demás (p. 14)

  En esta disyuntiva, siendo insuficientes nuestros instintos “justicieros”, y tal como lo ve Hoffman, el mecanismo punitivo es la única solución.

La represalia y la venganza probablemente evolucionaron porque la conciencia y la culpa no eran suficientes para mantener las defecciones [traiciones, abusos]  en frecuencias tolerables (p. 128)

  Hoffman no se detiene en la cuestión de si la culpa y la conciencia podrían evolucionar –al igual que lo han hecho la represalia y la venganza- hasta el punto de hacer innecesarios los castigos penales. Lo que sí considera es la evolución de la acción punitiva, sobre todo el paso del castigo ya no solo de quien atenta contra nuestros intereses, sino también de quien atenta contra los intereses de un tercero, sin perjuicio aparente para nosotros mismos. Así se construye una sociedad más próspera y más segura para todos, y para ello hemos de desarrollar un sentido innovador de la justicia; de hecho, cambia nuestra visión del mundo.

El castigo a un tercero nos permite hacer juicios penales que son más desapasionados que aquellos que están a cargo de las víctimas. (p, 137)

  En un principio, cada cual castigaba a aquel que lo dañaba o amenazaba a fin de disuadirlo (pero estimulado directamente por el sentimiento de venganza). El castigo por parte de terceros supuso un enorme cambio: si A perjudicaba intencionadamente a B, entonces intervenía C, que no había sido perjudicado, simplemente por lo que hoy llamaríamos “sentido de la justicia (penal)”.

La evolución nos hizo castigar a los tramposos. Sin ese instinto de castigo, nunca habríamos sido capaces de vivir en pequeños grupos y nunca nos habríamos dado cuenta de los significativos beneficios que da el vivir en comunidad, lo que incluye la defensa mutua, la caza cooperativa, la propiedad, la división del trabajo y las economías de escala. De hecho, en gran medida nuestras nociones de lo correcto y lo incorrecto, de empatía y compasión, de justicia e injusticia, todo viene de las tensiones de vivir en grupo y así indirectamente le debemos nuestra misma existencia al castigo. (p. 1)

  El sistema evolucionó a medida que la sociedad se hizo más populosa, más plural, más anónima, muy diferente al entorno social del Homo sapiens que vivía en bandas de cazadores-recolectores donde todo el mundo se conoce. Hoy sabemos algo de cómo entienden la justicia los pequeños grupos de cazadores-recolectores residuales cuyo estilo de vida han registrado los antropólogos y que es plausible como modelo de lo que debió de ser la humanidad originaria.

Los crímenes graves para los cuales se dan castigos especiales [en las sociedades primitivas] estaban reservados para cosas como el regicidio, la traición y el incesto (…) De lo que sabemos sobre los forrajeros existentes, los castigos para estos crímenes especialmente graves eran también extraordinariamente graves. La muerte era probablemente común en muchos de estos casos. (…) En contraste, por extraño que nos pueda parecer hoy, incluso los crímenes privados más graves, no siendo parte de un tabú, e incluyendo el homicidio (no del líder) eran normalmente castigados solo con multas (p. 168)

  Más adelante, en la civilización neolítica…

Los cerebros diseñados para ser poco severos y perdonar a los de dentro del grupo se enfrentaban a la perspectiva de acusar y castigar a miembros de la sociedad que no conocían y en quienes no confiaban. El grupo mismo, acostumbrado solo a castigar severamente los crímenes de tabú, ahora debía castigar crímenes que no eran tabú. El resultado de estas presiones fue que el castigo por los nuevos crímenes partió de la línea de los viejos tabús –destierro o muerte-. Las multas ya no eran lo suficientemente severas con los extraños. (p. 170)

  Pero este cambio da lugar a algunas contradicciones.

Quizá cuando los ciudadanos corrientes claman por mayores castigos en lo abstracto están expresando su sentido de culpabilización de segunda parte, su venganza, porque se imaginan a sí mismos como víctimas de ese crimen. Pero cuando a esos mismos ciudadanos se les pide que impongan castigos de tercera parte, digamos como jurados de casos capitales o incluso sujetos a experimentos hipotéticos, su celo cambia, quizá porque ahora se activa su más restringido circuito de castigo a una tercera parte. (p. 258)

  Los ciudadanos no suelen aceptar castigos demasiado severos en casos como el consumo de drogas, pese a que públicamente exijan a las autoridades tomar medidas duras a ese respecto. Existe una esfera de lo público –nuestra exigencia de cívica severidad- y una esfera de lo privado –nuestra actuación directa sobre los sujetos acusados por delitos que en el fondo no juzgamos tan graves, a pesar de todo-.

  Esto se llama “disonancia legal”. La “disonancia legal” es un fenómeno que recuerda también a la “suerte moral”: cualquiera puede despistarse mientras conduce su automóvil; un despiste no merece castigo. Pero si ese despiste ocasiona la muerte de una persona, entonces…

Un proceso (culpabilización) visualiza primariamente la intención. La culpabilización es a veces difícil de determinar debido al espinoso problema de la intención -¿qué hay en la mente del infractor?- pero no tenemos que preocuparnos demasiado por esto porque, después de todo, solo estamos culpando, no castigando. El otro proceso (castigo) se pone en marcha después de la culpabilización, pero visualiza solo el daño (…). Es como si tuviéramos a dos padres que no se comunican ocultos en nuestros cerebros que juzgan: una madre que culpabiliza y que toma las decisiones duras sobre a quién culpar; y un padre que castiga y que toma las decisiones fáciles acerca de a quién castigar. (p. 82)

Mucha de la tensión que sentimos sobre la suerte moral probablemente viene de los diferentes circuitos que usamos para culpabilizar y castigar (p. 83)

   Al final, todas estas cuestiones nos conducen al fenómeno de la culpabilización. El juez Hoffman no puede hacerse cargo de la evolución de la culpabilización más que limitadamente. Por una parte, parece que el sentimiento de culpabilización es innato.

La culpa (…) juega un rol evolutivo crítico en resolver el problema social, no solo para disuadir nuestra propia deserción [del comportamiento cooperativo] sino también por inspirar confianza en otros miembros del grupo de que se puede confiar en nosotros de nuevo a pesar de nuestros pasados yerros (p. 97)

  Esto puede ser así porque se considera que culpabilizamos para ganarnos una buena reputación: he aquí a un tipo que se esfuerza en obrar justamente y en juzgar y castigar solo a quien se lo merece.

  Ahora bien, parece que este sentimiento innato ha sido objeto de una profunda manipulación cultural.

El griego antiguo no tenía una palabra para “culpa” en el sentido de sentirse mal por un yerro social; lo más parecido era hamartia que quiere decir “cometer un error”. La ascendencia del cristianismo hizo mucho para constituir nuestro concepto moderno de culpa (p. 98)

  Tampoco el hebreo del Antiguo Testamento conoce un término concreto para “culpa”.

  Analicemos este asunto. En principio, la culpabilización valora el daño intencionado hecho contra alguien por otro agente. Esta no es una cognición tan simple:

Los niños pequeños (y adultos con daño cerebral) culpabilizan basados primariamente en el daño (p. 84)

  Es en los adultos sanos –y culturalmente evolucionados- que la culpabilización se fija sobre todo en la intención.

Tenemos una sensibilidad profundamente evolucionada que discrimina entre el mal intencional y los accidentes (p. 294)

  La relevancia la encontramos en el daño intencionado (pero, como hemos visto, también se castiga la negligencia –si acaso- en los sucesos de “suerte moral”).

  Más aún: llegamos a culpabilizar la intención incluso si no ha llegado a producirse daño (un homicidio frustrado, por ejemplo).

El hecho de que todos nosotros parezca que culpabilizamos los intentos [de delinquir] podría ser un artefacto cultural moderno (p. 313)

Tal como sucede con el caso general de la suerte moral, nos sentimos en profundo conflicto cuando nuestro instinto de culpabilizar nos dice una cosa (“culpabiliza esa intención terrible”) y nuestros instintos de castigo nos dicen otra (“si no hay daño, no hay mal”) (p. 315)

  La cosa queda ahí. La retribución supone esperar que del castigo saldrá la obediencia a los intereses generales, pero hay quien considera que actuar sobre la intencionalidad es más importante que la mera retribución.

En teoría, los retribucionistas castigarían a la Madre Teresa y a Pol Pot idénticamente por un crimen idéntico. [Sin embargo,] los utilitaristas no se preocupan por si una sentencia es proporcional al delito, sino que se preocupan solo si nuestros castigos disuaden, curan o mantienen a los delincuentes a raya. Si pudieran, ellos sentenciarían a Pol Pot a prisión por una multa de tráfico y darían la libertad condicional a la Madre Teresa por un asesinato. (p. 342)

  Aunque esta oposición puede verse desde un punto de vista psicológico más conciliador…

No hay realmente tensión entre retribución y disuasión una vez que se acepta que nuestro deseo de retribuir ha evolucionado como un atajo emocional para los cálculos de disuasión de los que se ocupa la selección natural. (p. 344)

  Nuestro afán de justicia (disuasión) nos impulsa a castigar (retribución). Para los antiguos, nunca iba ser lo mismo golpear a un mulo –o a un esclavo- para que se ponga en marcha que golpear a un semejante como castigo por haber causado un daño.

  Finalmente, Hoffman señala algunos problemas prácticos sobre la justicia penal actual.

Sería mejor si aboliéramos la libertad condicional y sentenciáramos a todos los convictos de delito a sentencias más cortas de prisión, la cual entonces perdería su carácter de estigmatización. (p. 344)

  La importancia de la estigmatización nos recuerda de nuevo que el conflicto humano tiene su origen no tanto en la eficiencia de la justicia penal como en la evolución de la conciencia moral. Las penas son efectivas en la medida en que la sociedad las interpreta como señalamiento de culpa. Como juez, Hoffman ha observado muchas contradicciones a la hora de que los ciudadanos –por ejemplo, los miembros de los jurados- castiguen a otros ciudadanos. Su opinión de que las penas de prisión deben ser “normalizadas” como un correctivo igualitario –tal como sucede con las multas pecuniarias- es un buen ejemplo de afrontar las implicaciones emocionales y psicológicas en general de todo lo referente a superar la conflictividad social.

  Con todo, sería interesante profundizar en las posibilidades del mero cambio moral: las naciones con castigos menos severos suelen ser también aquellas donde menos delitos graves se cometen, ¿no nos muestra esto una opción evolutiva mejor que la mera reforma del castigo? Los factores sociales que hacen que la “blandura” resulte más efectiva que la severidad deberían ser nuestro principal objeto de investigación.

Lectura de “The Punisher´s Brain” en Cambridge University Press 2014; traducción de idea21

viernes, 15 de marzo de 2024

“Rostros en las nubes”, 1993. Stewart Guthrie

   El antropólogo Stewart Guthrie nos expone su teoría sobre el origen de la religión. Recordemos que la religión surge bastante antes del momento a partir del cual la consideramos un motor fundamental del avance moral y de la civilización. En un principio, la función de las religiones era más simple.

Las teorías humanísticas de la religión pueden ser descritas en tres grupos independientes. El primero, que llamaré el grupo de cumplir los deseos, mantiene que la gente crea la religión a fin de aliviar emociones indeseables. El segundo, el grupo del funcionalismo social  o de la solidaridad social, ve la religión como un intento de sostener un orden social. El tercero, o grupo intelectualista, al cual pertenece mi visión, ve la religión como un intento de interpretar e influir en el mundo, una tarea que comparte con la ciencia y el sentido común  (p. 10)

Algunas [religiones] no tienen ni un orden moral universal ni un más allá.  (p. 13)

Por su propia naturaleza, la comprensión humana está predispuesta a suponer la existencia de más orden y regularidad en el mundo del que encuentra (p. 89)

   Esta necesidad de explicarlo todo es la causa de que algo que hoy nos parece tan simple como el azar resultase una conquista cultural que no se alcanzó hasta tiempos bastante recientes. Un mundo donde las cosas suceden sin una causa comprensible les parecía absurdo a nuestros antepasados.

El significado es una cuestión especial en religión porque la religión asume, crucialmente, que el mundo no humano crea y transmite significado como lo hace la gente: enviando y recibiendo comunicación simbólica (p. 38)

Los humanos pueden típicamente encontrar una interpretación siniestra del mundo mejor que ninguna interpretación (p. 15)

  Eso es la religión. Pero ¿cómo surge?, ¿cómo ha evolucionado? Guthrie lo tiene muy claro: la clave del surgimiento de las religiones es la antropomorfización de la naturaleza.

La mejor forma de comprender la religión es como antropomorfismo sistemático; la atribución de características humanas a las cosas o sucesos no humanos  (p. 36)

Inevitablemente y automáticamente, todos antropomorfizamos. Vemos castigo en los accidentes, rostros en las nubes y propósitos en todas partes. Tales percepciones ilusorias nos dicen más sobre nosotros mismos que sobre el mundo. (p. viii)

Antropomorfizamos porque considerar que el mundo es semejante a lo humano supone una buena apuesta. Es una apuesta porque el mundo es incierto, ambiguo y necesitado de interpretación. Es una buena apuesta porque las interpretaciones más valiosas normalmente son aquellas que revelan la presencia de cualquier cosa que sea más importante que nosotros. Y esto normalmente son los otros humanos.(p. 3)

  Todo sería intencional, igual que el comportamiento humano. La lluvia, las plantas, la conducta de los animales, todo lo que existe y actúa lo haría intencionadamente. Hoy, por supuesto, tal idea nos parece pueril.

La religión incrementa el número e influencia de los agentes intencionales mientras que la ciencia intenta minimizarlos (p.196)

  Hoy consideramos que las cosas suceden porque suceden, por sus propias causas, no porque la lluvia quiera o no regar nuestros huertos, o porque los lobos nos elijan como sus enemigos. Solo los seres humanos obran intencionadamente.

  Guthrie quiere ir, en su explicación sobre la naturaleza humana, un poco más allá del tema religioso.

Si bien afirmo explicar la religión, mucho de este libro es sobre la experiencia secular. Esto es así porque quiero mostrar que la religión es un aspecto de algo más general –el antropomorfismo- (p viii)

  Desde el punto de vista moderno, el antropomorfismo aparece entonces como una limitación de nuestra capacidad para interpretar el mundo.

El antropomorfismo sucede incluso en los ámbitos más sistemáticamente autocríticos del pensamiento y en las empresas más técnicas (p.176)

El antropomorfismo, como otros productos de la cognición, resulta no tanto de un deseo de encontrar un patrón particular como de nuestra necesidad más general para hallar cualquier patrón que sea relevante. El patrón más importante en la mayor parte de los contextos es el de la mayor organización. La mayor organización que conocemos es la del pensamiento y acción humanos. En consecuencia, típicamente examinamos el mundo con modelos de tipo humano (p. 90)

  Hay una significativa anécdota relacionada con nuestros primos los chimpancés. Jane Goodall observó a los chimpancés haciendo gestos agresivos, como ante un peligroso depredador, cuando se aproximaba una tormenta.

La acción [de gestos amenazantes] es de hecho una reacción contra la tormenta que los chimpancés perciben como algo animado (p. 52)

  El animismo, que incluso se revelaría en estos extrañamente inteligentes animales que son los chimpancés, nos rodea por todas partes.

Los niños son animistas, lo que quiere decir que atribuyen vida, normalmente con consciencia y volición, a cosas no vivas. También son artificialistas, lo que quiere decir que asumen que los objetos y sucesos naturales son producidos por la actividad humana (p. 107)

  La reflexión sobre el animismo permite resolver también algunos equívocos acerca de la percepción de lo sobrenatural. Por ejemplo ¿por qué se da por sentada la frecuente invisibilidad de los dioses y espíritus?

Los animales reales en sus localizaciones naturales con frecuencia son virtualmente invisibles, aparentemente inmateriales, o profundamente ambiguos. Una coloración de camuflaje oculta casi a todos los animales de sus enemigos (p.49)

   Si a esto le añadimos el fenómeno de los sueños y las enfermedades mentales que causan “estados alterados de consciencia” no resulta difícil comprender el universo mágico en el que vivían insertos nuestros antepasados. Mágico, quizá, pero lógico para ellos, pues formaría parte de la naturaleza comprensible de las cosas.

  Y queda entonces la gran pregunta, ¿tiene sentido hablar de un progreso cultural en la eliminación de las creencias en lo sobrenatural? Las mismas religiones evolucionaron en un sentido cada vez menos antropomórfico. El platonismo, el deísmo, el panteísmo han sido fórmulas religiosas cada vez más abstractas y alejadas de las antiguas tradiciones. En teoría, exaltaban el carácter sobrehumano de la divinidad, pero en la práctica eran cada vez menos capaces de afectar emocionalmente a los creyentes.

Los autores cristianos, como la mayor parte de los judíos, piensan que las cualidades humanas contradicen la infinita majestad y poder de Dios. El problema siempre ha existido. Los primeros padres de la iglesia lucharon para reconciliar el antropomorfismo bíblico con una concepción platónica del espíritu como inmaterial, ideal y absoluto (p.181)

  Si la misma religión se aleja del antropomorfismo originario, lo mismo sucederá con el resto de manifestaciones humanas.

El arte sofisticado contemporáneo no antropomorfiza ni mucho ni abiertamente porque la ciencia contemporánea rechaza el antropomorfismo, y el paisaje industrial, manufacturado por los humanos, milita contra él. Dentro de la visión mecánica del mundo que impulsan la ciencia y el industrialismo en la cultura moderna, el abierto antropomorfismo está bajo sospecha. Los artistas contemporáneos  en el mundo industrializado hoy antropomorfizan relativamente poco, o de forma encubierta, en parte porque conciben conscientemente la naturaleza como no humana (p.151)

La ciencia es la más elaborada y sistematizada de todas las formas de conocimiento, y la menos antropomórfica (p. 165)

  En cierto modo, renunciar al antropomorfismo es renunciar a una conexión con la naturaleza que nuestros antepasados percibían como indiscutible. Con los humanos separados del resto del mundo, sin más acceso al conocimiento que la acumulación paciente de los avances científicos, ante una naturaleza regida por el mero azar, es posible que muchos se sientan inseguros e indefensos, pero la gratificación que supone la soberanía de la razón humana también ha de tenerse en cuenta.

Lectura de “Faces in the Clouds” en Oxford University Press 1993; traducción de idea21

martes, 5 de marzo de 2024

“La imaginación moral”, 2005. John Lederach

   John Lederach es un mediador por la paz. En situaciones de guerra civil o similares, en la que se producen incontables homicidios por conflictos políticos, la función del mediador es facilitar el cese de la violencia. Una tarea de tan gran importancia, en circunstancias tan críticas, exige poner a prueba los convencionalismos sociales.

  Los riesgos son tan grandes y la incertidumbre tan aplastante que es inevitable que se busquen caminos nuevos y se llegue a conclusiones desconcertantes.

¿Cómo trascendemos los ciclos de violencia que subyugan a nuestra comunidad humana cuando aún estamos viviendo en ellos? A esto lo llamo el planteamiento del problema. Podría mencionar que se deriva de veinticinco años de experiencia de trabajo en escenarios de conflictos prolongados, y como tal, esta cuestión es el lienzo de la condición humana en demasiados puntos de nuestro globo terráqueo. (p. 33)

El imperativo de la imaginación moral nos exige reflexionar profundamente sobre la forma en que nuestro trabajo se inserta en el propósito más amplio de iniciar y promover procesos de cambio social constructivo  (p. 246)

Deseo compartir pensamientos y percepciones que he recogido a lo largo del camino sobre la naturaleza de cómo funciona el cambio social constructivo y qué contribuye a ello. Creo que esto tiene mucho que ver con la naturaleza de la imaginación y la capacidad de representarse un mosaico de relaciones humanas. (p.25)

  Los conflictos armados son conflictos políticos, y en la política -la lucha por el poder- toda manipulación es posible y todo medio justificado por su fin (el poder político). Los intentos de personas bienintencionadas como Lederach hemos de verlos en ese contexto. Ante todo, no basta con el cese de la violencia, sino que la “imaginación moral” llevaría también a un fin político propio, lo que aquí se llama “el cambio social constructivo”.

Cambio constructivo. La búsqueda del desplazamiento de las relaciones de unas definidas por el temor, la recriminación mutua y la violencia, a otras caracterizadas por el amor, el respeto mutuo y el compromiso proactivo. El cambio social constructivo pretende modificar el flujo de la interacción en el conflicto humano desde ciclos de modelos de relación destructivos hacia ciclos de dignidad relacional y compromiso respetuoso. (p. 255)

  Relaciones pacíficas. Pero partiendo de situaciones de conflicto, tales relaciones sociales benignas parecen un milagro si no se operan previamente cambios en la infraestructura social y en el estilo de vida.

La posibilidad de superar la violencia se forja por la capacidad de generar, movilizar y construir la imaginación moral. El tipo de imaginación a la que me refiero se ve movilizada cuando cuatro disciplinas y capacidades son conjugadas y llevadas a la práctica por quienes logran la forma de elevarse por encima de la violencia. Dicho de manera más sencilla, la imaginación moral requiere la capacidad de imaginarnos en una red de relaciones que incluya a nuestros enemigos; la habilidad de alimentar una curiosidad paradójica que abarque la complejidad sin depender de una polaridad dualística; una firme creencia en el acto creativo y la búsqueda del mismo; y la aceptación del riesgo inherente a avanzar hacia el misterio de lo desconocido que está más allá del demasiado conocido paisaje de la violencia. (p. 33)

   Son términos vagos y ambiguos. No debe sorprendernos, pues Lederach defiende una visión intuitiva y artística en la resolución de conflictos. Se rechaza un posicionamiento “dualísticamente polar” (es decir, que unos tengan razón y otros no).

La imaginación moral no es ni se construye principalmente alrededor de la ética. Noble y necesaria como es en la comunidad humana, la indagación ética sigue siendo un tanto reduccionista y analítica por su propia naturaleza. Por su parte, el propósito, la razón de ser de la imaginación, se mueve en un ámbito diferente, pues busca y crea un espacio más allá de las piezas existentes. (p. 63)

  Sin ética, la voluntad de alcanzar la paz queda expuesta a la manipulación política. Es frecuente, e incluso puede que necesario, que los agresores aprovechen la mediación por la paz para equipararse a los agredidos y blanquearse públicamente como “factores de paz” en los conflictos que su propia ambición política ha provocado.

   Tampoco ayuda ser poco crítico con los condicionamientos nacionalistas, que suelen estar en la raíz de muchos casos de violencia política.

Una forma de comprender los ciclos de violencia y conflicto prolongado es visualizarlos como una narración interrumpida. La historia de un pueblo es marginada o, peor aún, destruida por la cultura dominante, y, mediante este acto, se pierden el significado, la identidad y un lugar en la historia. Ése es el reto más profundo de la construcción de la paz: cómo reconstituir, o rehistoriar, la narrativa y, de ese modo, restablecer el lugar de ese pueblo en la historia. (p. 212)

En muchas circunstancias, el trauma elegido sirve de justificación para la defensa intergrupal, la violencia preventiva o incluso la venganza. Las fechas recordadas pueden remontarse en la historia, pero están tan presentes como si hubieran ocurrido ayer. Estos momentos topográficamente resaltados en el paisaje social de un pueblo forman y configuran un sentido continuado de quién se es, y los propios acontecimientos se reconstruyen en el presente con cada nuevo encuentro, o, como ocurre en demasiadas ocasiones, con cada ciclo de violencia repetida a manos del otro. El trauma elegido forma el contexto de la memoria.  (p. 207)

   El vincular el porvenir de los individuos a la historia de un pueblo nos condena a una irracionalidad extraña a la ética. Lo intuitivo, lo irracional nos arroja a la incertidumbre. No es de extrañar entonces que un mediador por la paz busque medios artísticos o “serendípicos” para hallar soluciones allí donde la racionalidad y la moralidad han quedado hasta cierto punto relegadas.

El arte me ha acercado a la disciplina de palpar la intuición como recurso, más que considerarla una molesta perturbación. (p. 112)

Cuanto más deseaba producir un resultado concreto e intencionado, más esquivo parecía ser éste; cuanto más lo dejaba y descubría las inesperadas oportunidades que había a lo largo del camino, al costado del viaje, más avanzaba. (p. 173)

  Lo más valioso del enfoque de Lederach se refiere a las relaciones humanas entre individuos que se hallan siempre presentes en los procesos de negociación. No solo entre los dirigentes políticos, también entre factores humanos más vinculados a la base de las sociedades afectadas por el conflicto.

En Somalia las mujeres contaban antropológicamente con recursos para iniciar procesos de alto el fuego, estando como estaban ubicadas sociológicamente en las fronteras sociales entre los grupos contendientes en los mercados, y siendo centrales en lo económico en el flujo y reflujo de los recursos materiales. (p. 152)

[En una región conflictiva en la república de Colombia] se enviaron delegaciones para reunirse con los grupos armados. Nunca encomendados a una sola persona y siempre públicos, estos encuentros con cada uno de los distintos grupos armados exigían una cuidadosa preparación y elección de quién hablaría. Pero el mensaje era el mismo: respeto a los territorios de paz y la población campesina. El enfoque que adoptaban ante cada una de las reuniones consistía en buscar la conexión con la persona, no con la institución. La clave, según diversos comentarios, era que había que dar con la manera de llegar al ser humano, a la persona de carne y hueso. Se alcanzaron acuerdos y arreglos informales, y en algunos casos formales. La asociación se mantuvo fiel a su promesa de no hacer nunca uso de armas y no cejar nunca en el intento de diálogo. Todo el mundo, amigo o enemigo, era bienvenido a las reuniones abiertas donde se daba cuenta de los diversos encuentros. Nunca se cerraban las puertas. La transparencia se practicó en su grado máximo. (p. 47)

  Sin embargo, Lederach considera que, más allá de las poblaciones organizadas políticamente, hay individuos con un especial protagonismo.

Unas pocas personas estratégicamente conectadas tienen mayor potencial para estimular el crecimiento social de una idea o proceso que grandes cantidades de personas que compartan las mismas opiniones. (p. 141)

He constatado que, muchas veces, cuando comen juntos, los negociadores se lanzan unos a otros ideas que les costaría expresar en negociaciones formales. En los momentos en que se comparten los alimentos, emerge un sentido de trascendencia. Por medio de la comida y la bebida en torno a una mesa, el viejo mundo queda temporalmente suspendido. Se entra en un nuevo mundo. Como mínimo, se trasciende el proceso formal; como máximo, las personas se mueven más allá del bloqueo de las exigencias que se entrecruzan. Surge algo nuevo, algo inesperado. (p. 167)

   Por una parte, el posicionamiento de Lederach acepta el juego político, por otra, da un gran protagonismo a las cuestiones nacionales e históricas, finalmente, vincula la paz a un ideal social propio de tipo político. Al mismo tiempo, todo este entramado de conflicto puede quedar en manos de iniciativas intuitivas, minoritarias y azarosas (serendípicas).

   Tenemos, pues, una visión desencantada de los planteamientos éticos, del racionalismo y de la búsqueda de una alternativa no política de la paz social y el progreso humano. Cualesquiera que sean los resultados prácticos del trabajo por la paz de hombres como Lederach, su visión de un futuro de paz social parece mirar con nostalgia a un supuesto pasado armonioso registrado por las tradiciones donde los factores intuitivos y hasta cierto punto caóticos garantizarían una menor conflictividad. Puede todo esto interpretarse como representativo de nuestra época.

Imaginación moral. Imaginar respuestas e iniciativas que, estando enraizadas en los retos del mundo real, sean por naturaleza capaces de elevarse por encima de los patrones destructivos y de dar a luz aquello que aún no existe. En relación con la construcción de la paz, es la capacidad de imaginar y generar respuestas e iniciativas constructivas que, arraigadas en los retos cotidianos de los escenarios violentos, trasciendan y finalmente rompan los grilletes de esos patrones y ciclos destructivos. (p. 257)

Lectura de “La imaginación moral” en Bakeaz 2007; traducción de Teresa Toda