lunes, 25 de diciembre de 2017

“Lo limpio y lo sucio”, 1985. Georges Vigarello

  El estudio del historiador y sociólogo Georges Vigarello acerca de los hábitos higiénicos que precedieron a los que hoy son tan generalmente aceptados se enmarca dentro de una línea de investigaciones de ciencias sociales en las que se relacionan las valoraciones inconscientes con los equívocos criterios convencionales de cada momento. Estamos, más o menos, en el campo de los “paradigmas”.

La limpieza es aquí el reflejo del proceso de civilización que va moldeando gradualmente las sensaciones corporales, agudizando su afinamiento, aligerando su sutilidad. Esta historia es la del perfeccionamiento de la conducta y la de un aumento del espacio privado o del autodominio: esmero en el cuidado de sí mismo, trabajo cada vez más preciso entre lo íntimo y lo social.

  La limpieza no es una invención reciente. En realidad, los animales también tienen sus hábitos en los cuales se despojan de determinadas adherencias a sus cuerpos. Por otra parte, la sensación de asco, asociada sobre todo a los malos olores, es innata en alguna medida. Lo que varía notablemente es el tipo de hábitos de limpieza. Ya sabemos que a los gatos no les gusta el agua y que a los perros no les va tan mal en ese medio. Pero Homo Sapiens, como siempre, resulta mucho más complicado.

Hay actos de limpieza en ciertas conductas hoy olvidadas. Por ejemplo, el aseo «seco» del cortesano, que frota su rostro con un trapo blanco, en vez de lavarlo, responde a una norma de limpieza totalmente «razonada» del siglo XVII. Se trata de una limpieza pensada, legitimada, aunque casi no tendría sentido hoy en día, puesto que han cambiado las sensaciones y los razonamientos. Lo que pretendemos hallar es esta sensibilidad perdida.

  Tal como lo ve Vigarello  -que examina casi exclusivamente a las clases altas francesas entre los siglos XIV y XIX-, la idea de la limpieza ha dependido sobre todo de la relación entre Homo Sapiens y el agua. Los Homo Sapiens somos animales de secano y el agua dulce no siempre ha estado fácilmente disponible.
 
El agua se percibe en los siglos XVI y XVII como algo capaz de infiltrarse en el cuerpo, por lo que el baño, en el mismo momento, adquiere un estatuto muy específico. Parece que el agua caliente, en particular, fragiliza los órganos, dejando abiertos los poros a los aires malsanos. (…) Se trata de denunciar la porosidad de la piel, como si fuera posible la aparición de innumerables troneras, puesto que las superficies desaparecen y las fronteras se vuelven dudosas. Más allá del simple rechazo de ciertas contigüidades, se impone una imagen muy específica del cuerpo en el que el calor y el agua sólo engendran fisuras y la peste, finalmente, puede deslizarse por ellas.
 
  El agua calentita, ese supuesto recuerdo del líquido amniótico, representa una amenaza. Se supone que por esos motivos médicos mencionados. Pero probablemente no.

El baño está vinculado con una sociabilidad festiva, con sus diversiones, sus disipaciones y quizá sus excesos. Lo que demuestran muy bien las denuncias que se hacen contra tales establecimientos.(…) Los baños públicos (…) a principios del siglo XV se prohíben en la ciudad de Londres y cercanías
 

  La lasciva Cleopatra en su bañera y las orgías de la Antigüedad grecorromana. Los cristianos, herederos de los estoicos, rechazan tal exaltación de la sensualidad. Y esto no requiere mucha explicación: el deseo sexual siembra el conflicto, y el proceso civilizatorio exige control de la agresión. Pero hay algo más.

Hombres y mujeres sueñan con vestidos lisos y herméticos, totalmente cerrados

  Esta actitud comienza a cambiar en el fascinante (y más bien pacífico) siglo XVIII europeo. ¿A qué obedece este hermetismo previo a la Ilustración? Una exigencia de la castidad, quizá…

La historia de la limpieza depende, en definitiva, de una polaridad dominante: la constitución, en la sociedad occidental, de una esfera física que pertenece al individuo, la ampliación de esta esfera, pero también el refuerzo de sus fronteras hasta conseguir alejarse de la mirada de los demás.
 

  El individuo encerrado en su propia esfera privada. Su cuerpo, encerrado en la ropa, preservado del líquido que puede disolverlo. Armaduras, castillos, complejas reglas canónicas y cortesanas. Defensa. 

  Defensa ante la agresión extraña y preservación del alma interna. El cristianismo nos señala como pecadores, como agresores en un mundo ya de por sí peligroso. Pero dentro de nosotros está el alma pura, vinculada a Dios… ¿que ha de ser preservada del mundo?

Los Livres de Courtoisie, que dictan durante la Edad Media el comportamiento de los niños nobles, no dicen nada más: tener limpias las manos y el rostro, llevar una indumentaria decente, no rascarse los piojos demasiado ostentosamente. No hay referencia alguna al «interior» del vestido o a las sensaciones que provienen de la piel. No hay alusión alguna a ningún sentimiento íntimo. En la Edad Media hay una limpieza corporal, pero ante todo se orienta a los demás, a los testigos. Y se refiere sólo a lo inmediatamente visible. 

  Lo poco que podemos conceder al extraño, que siempre nos amenaza. ¿Puede ser esto?

  Vigarello no está muy seguro de nada, y es lógico. Lo que sí señala muy hábilmente es cómo poco a poco va asomando la intimidad corporal al mundo exterior. Y cómo se acaba permitiendo que el agua haga su trabajo higiénico, en un principio sin que se le pueda acusar de favorecer la peligrosa sensualidad: ¡lávese con agua fría!

El frío contrae el cuerpo. Pero luego llega la especulación sobre las consecuencias; estas contracciones podrían tener efectos terapéuticos al actuar sobre los humores y tener efectos casi morales al actuar sobre las energías. Una vez más se entremezcla la higiene con ciertas preocupaciones que la sobrepasan. (…) Para muchos, el baño y la utilización del agua van a quedar dominados en la segunda mitad del siglo XVIII por esta exigencia del frío: «¿No hará a los hombres más fuertes y más robustos?»

El agua fría es, sobre todo, materia austera. La práctica del baño frío es una práctica ascética. El endurecimiento es tanto moral como físico

  
   Poco a poco la sociedad permitirá ciertas concesiones…

Muy lentamente, la novedad y magnífica costumbre del baño se va instalando en las clases superiores de la sociedad del siglo XVIII. Sin embargo, esta novedad no trastoca de una sola vez la tradición. Es fácil mostrar que a mediados de siglo el baño sigue siendo aún muy limitado (…)Durante mucho tiempo van a correr parejas este nuevo interés por el baño y la insistencia sobre la variedad de sus efectos. La temperatura del líquido, en particular, va a mostrarse determinante. 

  Pero, en esto de los paradigmas, los razonamientos siempre suponen simples pretextos. Lo que sucede es que primero ha ido asomando el cuerpo de la armadura propia de la Edad Media, y al asomar el cuerpo la higiene va siendo exigida y el agua se hace más necesaria. Pero que el baño sea con agua fría.

  Intermedia entre la desnudez y la armadura exterior de la ropa es la ropa interior…

El cambio de ropa blanca hace que desaparezca la mugre, consiguiendo una intimidad del cuerpo. El efecto es comparable al del agua e incluso es más seguro y, sobre todo, menos «peligroso».

Fines del siglo XVII [en un manual de buenas costumbres]: «Hay que cambiarse de zapatos todos los días, de ropa interior dos veces por semana, jueves y domingo corrientemente, y de medias con la mayor frecuencia posible» (…) La limpieza de las personas equivale a la limpieza de su ropa


   La progresión se va dando a lo largo del tiempo

Hay una evidente distancia entre las recomendaciones del padre Maggio al provincial parisino, en 1585: «Es conveniente cambiar de camisa cada mes», y los ciclos semanales de diversos colegios de fines del siglo XVII
 
  Vigarello no abunda en la consideración de que la limpieza de uno supusiera una menor molestia para el otro. Pero toca la cuestión de los perfumes.

El perfume (…) está directamente asociado a un objeto de limpieza, seduce al olfato, pero es al mismo tiempo purificador. Es exactamente lo contrario de lo «sucio» a lo que corrige. Todos los valores de la apariencia han ido a situarse en los de lo operacional. El perfume limpia, rechaza y borra. La ilusión ha llegado a convertirse en realidad.

  La ilusión y la realidad forman parte de todo paradigma. La ilusión de que el agua es nociva, o de que lo es el agua caliente y no el agua fría. De forma parecida, puesto que estamos “programados” para rechazar el mal olor, el perfume puede remediar este problema… y automáticamente le atribuimos al perfume ilusorios efectos higiénicos.

  ¿Y qué significa todo esto? Ante todo, que la supuesta racionalidad de nuestras creencias (el agua destruye, la piel debe preservarse del contacto) encubre prejuicios inconscientes que tienen que ver con una simbología profunda, y aunque creamos que no, seguimos todavía hoy cargados de prejuicios que nos impiden obrar en base a criterios racionales. 

La limpieza se alía necesariamente con las imágenes del cuerpo; con aquellas imágenes más o menos oscuras de las envolturas corporales
 
Una limpieza definida por medio de la ablución regular del cuerpo supone, sencillamente, una mayor diferenciación perceptiva y un mayor autodominio, y no sólo una limpieza que se define sobre todo por el cambio y la blancura de la ropa interior.

 
    La Ilustración fue una gran ayuda, al centrarse en la experiencia objetiva observable, pero la misma Ilustración no hubiera podido llegar a darse si no hubiera cambiado previamente el paradigma.

Ya no hay masa pasiva: el cuerpo posee desde el primer día una fuerza particular, la única que conviene solicitar. (…)La energía surge del «fondo» mismo del organismo. La imagen puede ser intuitiva y privilegiar los vigores ocultos, haciendo soñar con resistencias romanas.

Ser limpio va a consistir pronto en librarse de lo que paraliza y mantiene la apariencia en provecho de lo que «libera».


  Muy probablemente el cambio tuvo que ver con la evolución espiritual propia del Humanismo renacentista: el hombre mejor informado, más económicamente dotado, más desenvuelto (más en paz con su propia alma), puede atreverse a dejar de mortificar su pobre cuerpo –encerrado en sus sucias ropas- y a tratarlo con unos cuidados que ya no implican necesariamente una sensualidad peligrosa y culpable. Un cuerpo aseado es una forma de aprecio al semejante –que ya no tiene que soportar nuestra suciedad- pero sobre todo es una reacción consecuente con un alma más espiritualmente vigorosa, capaz de doblegar al cuerpo. Liberada el alma, la sensualidad supone un peligro menor y la bondad nos impulsa a acoger cordialmente, sin tanta prevención, el escrúpulo de nuestro semejante… que agradece la mejora que visiblemente se ha obrado en nosotros. Lo demás correrá a cargo de los descubrimientos científicos: el microscopio que revela los microbios, las experiencias clínicas (Pasteur…), el urbanismo y todo lo que conlleva el avance tecnológico y el aumento de la riqueza. 

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