Este volumen, coordinado por dos notables autores, como son el neurocientífico Jean Decety y el psicólogo social William Ickes, es una colección de artículos (uno de ellos de Daniel Batson) que abordan la cuestión de la “empatía” desde el punto de vista científico y experimental, sin excluir las implicaciones sociales.
Los neurocientíficos definen la empatía como una “compleja forma de inferencia psicológica que nos capacita para comprender las experiencias de otra persona mediante procesos cognitivos, evaluativos y afectivos"
La empatía parece estar directamente relacionada con la prosocialidad, las relaciones humanas no agresivas, altruistas y cooperativas.
La aplicación del término empatía a tantos fenómenos distintos es, en parte, el resultado de que los investigadores invocan la empatía para proporcionar una respuesta a dos cuestiones bastante diferentes: ¿cómo puede uno saber lo que otra persona está pensando y sintiendo?, y ¿qué lleva a una persona a responder con sensibilidad y atención al sufrimiento de otra?
Los investigadores han hallado que el vínculo entre la empatía y el comportamiento prosocial es positivo (…) Una relación inversa entre empatía y agresión tiende a estar apoyada por los hallazgos de la investigación, especialmente en los varones
Cualquier indicación, cualquier aportación, puede acercarnos un poco a resolver el grave problema de cómo concertar los deseos individuales y de grupo (el “egoísmo” frente a la cooperación y el altruismo). Si, como parece, fomentar la empatía nos va a acercar más a la prosocialidad, al interés altruista por el bienestar ajeno, tenemos que determinar exactamente cómo funciona la empatía en general.
Para empezar, tenemos que el fenómeno de la empatía no implica necesariamente el sentir lo que otros sienten.
Para compadecer a tu amigo no necesitas sentirte herido o atemorizado también. Basta con saber que él está herido o atemorizado
Así pues, sabemos que la empatía puede ser un fenómeno tan intelectual como sensorial. Tanto sobre sentir, como sobre conocer lo que otros sienten. Esto da posibilidades para expandir los comportamientos altruistas relacionados con la empatía: existen múltiples medios de difundir el conocimiento, pero no tantos para provocar en otros algo parecido a las sensaciones ajenas.
Y si lo intelectual también puede afectar a lo sensorial tenemos una ventaja más propia de los seres pensantes: podemos organizar intelectualmente la activación de la empatía recurriendo a estrategias sensoriales tan deliberadas como el método de actuación de Stanislavski.
Stanislavski propuso que podemos revivir emociones en cualquier momento cuando nos implicamos en una variedad de pequeñas acciones que alguna vez asociamos con tales emociones
Ser imitado no solo lleva a un vínculo especial entre el que nos imita y el que es imitado. También afecta profundamente cómo uno percibe e interactúa con el entorno social.
Los investigadores de comunicación han documentado que las emociones básicas están vinculadas con patrones específicos [verbales] de entonación, cualidad vocal, ritmo y pausa.
Esta conexión entre lo intelectual y lo emocionalmente sensitivo podría ser extraordinariamente útil. Por un lado tenemos la “empatía emocional”, que implica sensaciones que, con mayor o menor exactitud, imitan las de aquellas personas con las que nos mantenemos en contacto y, por otro, tenemos la “empatía cognitiva”, en la cual conocemos con aproximación lo que otros sienten; y ambas experiencias están interconectadas.
Considerando los déficits en comportamiento empático que siguen al daño cerebral, la hipótesis central (…) es que el proceso de simulación subyace a la empatía emocional, mientras que la teoría de la mente subyace a la respuesta empática cognitiva.
Lo emocional y lo cognitivo pueden vincularse y de esta forma podríamos también tener una pista acerca de cómo se ha originado la evolución cultural de la empatía y porqué el “contagio emocional”, que existe en los bebés y animales no humanos (estos, como los humanos adultos, se ven también emocionalmente afectados por las manifestaciones emocionales de quienes tienen en su proximidad), no hubiera podido por sí solo haberse expandido hasta una cultura más empática y altruista.
Por ejemplo, ciertos experimentos, al tratar de probar si las mujeres son o no más empáticas que los hombres de forma innata, descubrieron que la interiorización meramente intelectual de conceptos que son supuestamente aceptados por la sociedad tenía efectos emocionales.
Cuando las claves situaciones recuerdan a la mujer que se supone que son el género más empático, las mujeres mejoran debido a la mayor motivación para hacerlo mejor. (…)Se sugiere que incluso esta diferencia basada en la motivación puede eliminarse cuando los experimentadores comprometen la motivación de los hombres al pagarles por ser más empáticamente exactos
O como sería el caso de un sacerdote, que obtiene prestigio social por su supuesta santidad cristiana. Sea cual sea su naturaleza emocional, el sacerdote se ve coaccionado internamente para adaptar su sensibilidad –y, como consecuencia, también su comportamiento- a la imagen que el entorno humano espera de él.
Partiendo de que sabemos que existe un instinto altruista (más o menos activo en cada individuo), tenemos que esta tendencia al altruismo puede ser cultivada mediante la expansión de las posibilidades cognitivas del ser humano que a su vez pueden dar lugar a acciones que lleven a cambiar la sensibilidad emocional en un sentido moral. De ahí la importancia en la cultura occidental, más empática, de sus historias míticas de alto contenido emocional (notable en el cristianismo), de la lectura de novelas y de la erudición filosófica y moral.
Se acumula la evidencia de que cuando los estudiantes, tanto jóvenes como mayores, aprenden sobre la empatía y se les entrena para reconocer los estados emocionales en ellos mismos y en otros, sus habilidades empáticas se incrementan (…) Un número de estudios indican que cuando la similaridad entre uno mismo y los otros es remarcada, sucede un incremento en empatía.
Los experimentos y la observación científica nos aproximan a la realidad buscada. Lo que falta, quizá, es una iniciativa igualmente racional (organizada, sistemática) para sacar provecho, de una forma definitiva, de estas posibilidades de desarrollo de la empatía y las conductas altruistas derivadas de ella. Una vinculación efectiva entre las emociones benevolentes derivadas de la empatía y la actividad intelectual, cognitiva, puede alcanzar límites mucho más próximos al ideal de completa prosocialidad de lo que sospechamos hoy. Nos conviene ser conscientes de que la bondad universal es algo artificial solo en el sentido de que reelabora neurológicamente las aptitudes innatas para la bondad. Y esta artificiosidad supone una gran ventaja porque nos ofrece una vía de constante mejora.
Cada vez más cerca, la ciencia y la moralidad se aproximan cuando en el último siglo ha surgido la psicología, una rama de las disciplinas humanistas que se basa precisamente en la empatía, en el análisis empático del otro con fines claramente prosociales. Lo que antes hacían intuitivamente algunos sacerdotes o consejeros morales, ahora comienza a hacerse en base a criterios científicos.
[Carl Rogers] enfatizó la necesidad para los terapeutas de no juzgar y aceptar las experiencias de sus clientes (…) Es solo cuando la gente suspende todo juicio cuando pueden ser libres para tomar la perspectiva de otros
El “no juzgar” es un elemento antiagresivo y altruista, ya que implica una benevolencia extrema… cuando menos dentro del ámbito cerrado de la terapia.
La correlación significativa entre la teoría de la mente afectiva y la empatía cognitiva (y la correlación no significativa con la empatía afectiva) implica que si bien las inferencias en sentimientos y experiencias emocionales en otras personas implican procesos afectivos, son de todas formas aún cognitivas. Sobre la base de estos resultados, puede asumirse que la teoría de la mente afectiva tiene que ver con procesos de empatía cognitiva, que están implicados en la inferencia de las emociones de otras personas
Nunca ha habido más instrumentos simbólicos para promover la prosocialidad que hoy. Establecer que el afecto puede surgir del conocimiento (que la teoría de la mente afectiva tiene que ver con procesos de empatía cognitiva) implica que los procesos culturales tienen realmente poder para cambiar las relaciones humanas, y que la naturaleza humana, tal como es comprendida por la ciencia, no es un impedimento para la bondad sino todo lo contrario. La errónea idea de que “lo que siempre ha sido, siempre seguirá siendo” ha dificultado mucho la difusión de esperanzas acerca de un mundo mejor. En realidad, los extraordinarios cambios en el comportamiento experimentados en los últimos siglos ya tendrían que habernos alentado lo suficiente, pero también contamos con la ciencia y sus conclusiones. El progreso en las relaciones humanas, en el fondo, no es diferente del progreso de la ciencia. Estamos diseñados para mejorar.
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