lunes, 19 de mayo de 2014

"Por qué soy cristiano”, 2005. José Antonio Marina.

  En 1956 se recopilaron algunos artículos y conferencias del gran filósofo, matemático y activista político Bertrand Russel bajo el título “Por qué no soy cristiano” (sonora declaración que Russell acuñó en una conferencia de 1927). Medio siglo más tarde, el filósofo y divulgador José Antonio Marina decidió escribir un libro para discrepar amablemente de la opinión del maestro.

Hace años, Bertrand Russell escribió un libro con un título exactamente contrario al mío: Por qué no soy cristiano. Es una obra lúcida e irónica con la que estoy fundamentalmente de acuerdo. Lo que sucede es que, al hablar de cristianismo, él y yo hablamos de cosas distintas.

  Bertrand Russell, entre otras cosas concluía que "entiendo que cuando yo digo que no soy cristiano tengo que decir dos cosas diferentes; primera, por qué no creo en Dios ni en la inmortalidad; y segunda, por qué no creo que Cristo fuera el mejor y el más sabio de los hombres, aunque le concedo un grado muy alto de virtud moral.”

  El punto de vista de Russel es poco riguroso, pues no interpreta el papel de las religiones en general, ni el del cristianismo en particular, como una influencia decisiva en un largo proceso evolutivo de las costumbres (evolución cultural, por tanto), sino como una especie de estorbo a éste (las enseñanzas de Cristo, tal como aparecen en los Evangelios, han tenido muy poco que ver con la ética de los cristianos)

    Éste no sería el punto de vista de un biólogo, que sabe cuánto tiempo lleva que se asienten cambios decisivos en la evolución fisiológica y cuántos pasos intermedios deben darse. Para que un dinosaurio volase y se convirtiera en pájaro fueron necesarios millones de años y de generaciones de torpes braceos más o menos útiles. De forma parecida, el valor del cristianismo se encuentra no en una mutación radical del comportamiento humano que tiene lugar instantáneamente con la aparición de la doctrina que recibe tal nombre, sino que su relevancia debemos verla en la gradual imposición de valores humanistas que han partido de un entorno cultural en el que la influencia del cristianismo fue la más importante de todas.

  Tampoco puede verse el cristianismo como una religión independiente del paganismo y el judaísmo del siglo I (Bertrand Russel, por ejemplo, se declara admirador de la figura de Sócrates… que por cierto no era ningún ateo), sino como una adaptación de ciertas peculiaridades de las creencias religiosas y morales de la época, creencias que abarcaban desde las de la religión judía (que se dividía en numerosas sectas) hasta el pensamiento helenista pasando por reminiscencias egipcias, persas o hasta hinduistas.

El cristianismo es una caudalosa corriente de experiencia

  Al cabo, el cristianismo ha quedado como el sustrato ético e ideológico de nuestra civilización occidental.

«Cada uno elige su pasado», escribió Sartre. ¡Qué cosa más absurda! Cada cual ha tenido el pasado que ha tenido. Sartre podía ser arbitrario, pero no era idiota. Lo que afirma es que cada cual tiene que decidir qué parte de su pasado desea mantener presente, es decir, actuando sobre la vida personal, proyectada y elegida. ¿Quiero que el cristianismo forme parte de mi pasado vivo o prefiero tacharlo?

Los dos primeros siglos de nuestra era fueron un intenso y decisivo periodo en la historia de la humanidad. Se produjo el choque entre una religión que venía de Oriente y la cultura griega y romana. Lévi-Strauss dijo en una ocasión que ese viraje fue desdichado para el cristianismo. Estaba destinado a ser una religión oriental, pero se vino a Occidente y se tropezó primero con el racionalismo griego, y después con el tentador poder romano. Es posible que tenga razón, pero lo cierto es que de esa mezcla vivimos todos, y tenemos que saber si aceptamos la herencia sin más, si la rechazamos o si la recibimos a beneficio de inventario. 

  Aunque Marina confunde a veces el valor meramente ético del cristianismo con las cuestiones teológicas (que debemos entender por su contenido simbólico), da demasiada importancia histórica al relato evangélico (que deberíamos considerar como mera “historia mítica”) y, desde luego, no se pronuncia como ateo, su conclusión sobre el significado de la religión en general parece lúcida.

La experiencia religiosa se basa en el reconocimiento de un nivel de realidad que está más allá del significado inmediato de las cosas.

La religión es la experiencia que acompañó desde el principio a la brusca irrupción de la creatividad en el mundo, y sospecho que este nexo es lo que la hace sobrevivir. El estallido de la inteligencia humana ocurrió cuando un peludo animal bípedo comprendió un «signo». Algo presente representaba una cosa ausente. Y manejando signos podía organizar su trato con la realidad y consigo mismo. En ese momento se lanzó a «significar», a convertir en significado la realidad entera. Mantuvo el pasado, recapacitó sobre el presente, imaginó el futuro (…)Lo visto se convirtió en símbolo de lo no visto. El comportamiento comenzó a dirigirse mediante irrealidades inventadas, en vez de mediante estímulos recibidos.

Según Roy Rappaport, que fue presidente de la American Anthropological Association: «En ausencia de lo que según el sentido común llamamos religión, la humanidad no podría haber salido de su condición pre o protohumana.»

   Y partiendo de esta visión moderna del concepto de Religión, como mecanismo simbólico de progreso social a lo largo del tiempo (y, por tanto, de progreso moral), el profesor Marina determina por qué el cristianismo ha fundamentado justamente el progreso humanista que llega hasta nuestros días, en contra de la opinión de Bertrand Russel de que ha sido un obstáculo a éste.

Los dioses modernos -el Dios moderno, porque ese proceso de afinamiento ha llevado al monoteísmo- son, ante todo, perfectos y eso significa «buenos». La idea empezó a emerger, como una aurora universal, seis o siete siglos antes de Cristo.

    Y esto que comenzó a emerger antes de Cristo, se perfecciona después:

El hinduismo o el budismo no se empeñan en convertir razonando, sino conduciendo a la experiencia. Pero el cristianismo había nacido y, sobre todo, quería expandirse en un mundo fascinado por la teoría. No olvidemos que Palestina estaba muy influida por la cultura griega. (…) es seguro que en esos años el judaismo palestino era un judaismo helenístico. 

   Esta conexión entre el pensamiento occidental y el pensamiento oriental se hace evidente por dos características fundamentales del cristianismo: el fomento del pensamiento racional (occidente) y el fomento del comportamiento compasivo (oriente).

Tomás de Aquino (In Ethica, lib. X, lect. 10, núm. 2087): «La actividad más alta entre todas las humanas es la especulación de la verdad […] como el entendimiento es el supremo de nuestros bienes»

La experiencia cristiana gira en torno a la caridad -a la agapé, según el término acuñado por el Nuevo Testamento o para designar la energía amorosa- y a su realización. (El Nuevo Testamento utiliza la palabra agapé, menos usada, posiblemente para librarse de las equivocidades que tiene la palabra «amor».)

  No nos dejemos engañar por el horror de las hogueras de la Inquisición en tanto que brutalidad deshumanizadora y represiva del libre pensamiento: tales reacciones dentro del cristianismo contra su propio espíritu siempre acababan vencidas por la corriente fundamental del racionalismo compasivo que se manifestaba en las inevitables herejías (y/o reformas) y en la conciencia social de los cristianos. Por lo demás, cualquier otra religión, incluida la de los supuestos griegos y romanos “librepensadores”, podía ser tanto o más represiva que  la secta cristiana más intolerante. Fueron los atenienses los que condenaron a muerte a Sócrates por impío, y eran los romanos los que condenaban a quienes no rendían culto a la religión oficial.

  En la descripción del cristianismo podemos constatar lo que tiene de innovador. Razón y compasión aparecen también en el budismo y hinduismo, como ya hemos visto (y aparecen antes), pero no estaban conectadas, y es esta falta de conexión de la compasión en la razón y de la razón en la compasión lo que da lugar a la proverbial pasividad de las religiones orientales, tanto las de la India, como las del Próximo Oriente que giran en torno a las experiencias místicas o “gnosis... algo que afectó transitoriamente al cristianismo sobre todo en sus primeros tiempos, como parte de su evolución.

La «gnosis» era una verdad incompleta. Se había quedado deslumbrada por la iluminación, y dejaba en sordina la realización. La daba por supuesta, como algo de lo que no era necesario hablar. Contemplar los misterios divinos, el amor de Dios, era tan hermoso, limpio y arrebatador, que la sudorosa, esforzada, pesadísima tarea de realizar la caridad, dando de beber al sediento, vistiendo al desnudo, consolando al triste, quedaba como algo que había que hacer, pero que no era más que un subproducto inevitable y cutre de aquella manifestación gloriosa. Los grandes padres griegos consideraban que las virtudes humanas son «el sudor de Dios». En cambio, en el modelo «moral» esa actividad es la realización de los misterios divinos, es la única prueba cierta de que se está conociendo realmente algo. Lo demás son, nunca mejor dicho, músicas celestiales.

La revelación de Jesús es que la Verdad es una acción, a saber, la caridad. «Marchad por el camino de la caridad, imitando a Cristo que amó con caridad» (Ef 5, 2). Más aún: la gran Verdad es que Dios es Amor. 

La acción se convierte en el único modo de acceder al conocimiento. 

  El significado del amor cristiano -la realización de esa acción compasiva en particular- ha dado lugar a innumerables controversias acerca de su naturaleza real, aunque es lógico pensar que ya en su momento fue comprendido y aceptado entre las clases populares del Imperio romano, por lo que no debía de ser algo tan difícil de expresar y sentir.

Es cierto que la regla de oro: «Amar al prójimo como a uno mismo», centro del mensaje cristiano, es un precepto presente en muchas religiones y filosofías. Aparentemente en eso consiste el «mandamiento nuevo» de Jesús, que no parece entonces tan nuevo. Pero esto es una torpe interpretación, que olvida lo más peculiar del mensaje cristiano, a saber, que los que cumplen esa norma confiando (ahí aparece la fe) en que la energía del Dios revelada por Jesús está actuando en ellos, conseguirán imposibles. «Lo que para los hombres no es posible, es posible para Dios.» 

  La idea de “futuro”, de consecución de una meta por el esfuerzo racional del hombre virtuoso en creer y actuar según la verdad revelada, es algo muy propio del cristianismo que todavía mueve a muchos creyentes (porque en los ideales éticos, por muy racionales que sean, también se ha de creer… o quedarías condenado a la inacción mientras esperas que aparezca toda la panoplia probatoria). Al creer en el futuro (el Reino de Dios en la Tierra, por ejemplo), el cristianismo crea una fe racional: sabemos lo que queremos, sabemos que hemos de actuar para conseguirlo (obras de misericordia, caridad activa). creemos saber qué hacer para conseguirlo, pero no sabemos cuándo ello tendrá lugar.

Creo que el cristianismo está a punto de cambiar de modelo, aunque tal vez sean las ganas que tengo lo que me hace ser optimista. El modelo «gnóstico», centrado en el credo proclamado, en las construcciones dogmáticas, en la fe como conocimiento, sería sustituido por el modelo «moral», centrado en la agapé,en la imitación de Jesús, en la construcción del Reino de Dios.

  Esta idea de la religión como “moral” en el comportamiento compasivo y activo hacia el semejante nos lleva a la concepción del cristianismo ateo y anarquista que esforzadamente ya postuló el ex sacerdote Ernest Renan en su libro “Vida de Jesús”, de hace siglo y medio.  Y también Renan, como Marina, consideraba que lo más importante del mensaje cristiano no era tanto la doctrina compasiva en sí, sino el personaje trágico que suponía Jesús, que mediante su acción, enseñanza y pasión suponía un modelo de conducta (por cierto que Marina no menciona a Renan…)

El «modelo moral» sirve también para integrar el uso racional de la inteligencia dentro del mundo religioso: no para demostrar los dogmas, que no es posible; no para criticarlos, porque algunas veces tampoco lo es; sino para elaborar los criterios del Reino de Dios. 

   De esa forma, el Reino de Dios se convierte en el paraíso en la tierra como resultado de la práctica de la agapé  (es decir, la práctica de un comportamiento benévolo, activo e intelectualmente sofisticado que, a lo que parece, nos llevaría a una sociedad de plena cooperación). Eso es todo, y eso es muchísimo, porque, en contra de un racionalismo ingenuo, algo así (perfecta cooperación para el bien común) solo puede resultar como producto de un comportamiento que sea individualmente reconfortante, y es ahí donde se han hecho necesarias las complejas fórmulas psicológicas de simbolismos, creencias y condicionantes de todo tipo.

   Tengamos en cuenta que psicológicamente no podemos dejar de ser egoístas y buscar nuestro propio bien. ¿Cómo entonces se espera que nos sacrifiquemos hoy por los demás con la esperanza de recibir nuestra parte del “bien común” mañana? Desde un punto de vista materialista es un problema sin solución en el que los socialistas “científicos” fracasaron estrepitosamente. El problema sólo puede resolverse emocionalmente al ser accesibles ahora mismo, de forma inmediata, determinadas compensaciones de tipo psicológico (no material) que refuercen la conducta plenamente cooperativa (mutuamente altruista, pero no necesariamente recíproca, pues el establecimiento de reglas exactas de reciprocidad es imposible: el altruista no puede ni debe esperar recompensa material).

   Hoy podemos expresarlo más o menos racionalmente (tenemos, por ejemplo, la psicología cognitivo-conductual que nos ayuda a verlo), pero en otras épocas solo podía hacerse de acuerdo con ciertas formulaciones religiosas asentadas mediante la costumbre.

El cristianismo es un modo de comportarse, y no puede consistir más que en la puesta en práctica de la gran creación ética. 

Cuando los cristianos primitivos repiten insistentemente «Dios es amor», tendemos a interpretar esta frase en clave sentimental. Nos equivocamos porque el cristianismo es muy poco patético. Amar no es un sentimiento, sino una acción. Una acción creadora de lo bueno. Cuando se dice en las Escrituras que Dios es amor, no se están refiriendo a un corazón derretido, sino a un comportamiento amoroso, a una actividad. Si a los físicos les costó reconocer que la materia era energía, a los creyentes les puede costar también pensar que Dios es una acción, porque tenemos un pensamiento sustancialista. 

   Quizá sea un tanto equivocado, desde el punto de vista psicológico, rechazar lo puramente sentimental (lo "patético"), porque sin poner atención en los sentimientos no podemos alcanzar reacciones emocionales fiables, y, por lo tanto, no pueden darse las acciones que resultan de ellas.

  A este respecto, es curioso que Marina se fije en algo en apariencia tan banal como los

Consejos dados por San Vicente de Paul a las monjas de la Congregación de Hijas de la Caridad, que había fundado, y que se dedican aún a cuidar a enfermos:  La que esté de turno, preparará la comida, la llevará a los enfermos y, al acercarse a ellos, los saludará alegre y amorosamente (…) después convidará caritativamente al enfermo a comer por el amor de Jesús y de su madre; todo con amor, como si lo hiciera a su propio hijo o, más bien, a Dios, que cuenta como hecho a sí mismo el bien que se hace a los pobres.

    El hecho de que se nos muestre cómo el santo en cuestión remarcaba aspectos conductuales (emocionales y afectivos) de la acción cristiana en sí (saludar "amorosamente", "como si lo hiciera a su propio hijo"…: se trata de instrucciones similares a las que reciben los actores del método Stanislawski, que han de "interiorizar" su papel) hace pensar que, al final, el factor sentimental no es algo que se le haya pasado desapercibido a José Antonio Marina. Y esto, "“patético" o no”, sería perfectamente comprensible para un experto en psicología conductual, pues factores como “"saludar amorosamente"” pueden ser definidos y descritos objetivamente, científicamente (expresión facial, vocabulario, sintaxis, prosodia, lenguaje gestual), y a ellos corresponden efectos emocionales (placenteros por ambas partes) que también pueden ser observados objetivamente… y de los que derivarán secuencias completas de acción estímulo-respuesta, todo ello respaldado por lo que ya sabemos del comportamiento emocional innato y sus capacidades expresivas y comunicativas en el ser humano.

   Ser un “santo” (o una bondadosa monjita) equivale a estar dotado de una serie de resortes emocionales (sentimentales, afectivos) que proporcionan compensaciones inmediatas: hago el bien porque me produce placer: un placer que experimento durante el acto en sí, bien porque refuerza en mi constitución psíquica determinados condicionantes emocionales, bien porque me gratifica el constatar el placer ajeno del que soy causa…, bien porque me asegura mi lugar dentro de una comunidad existente de personas bondadosas (la comunidad de cristianos), o bien porque me hace pensar en las recompensas celestiales que voy a recibir (un recurso más, aunque quizá no el más usado ni el mejor, y hoy en día ya no muy viable).  A partir de poner en marcha mis mecanismos de empatía, disparo las recompensas emotivas consiguientes. ¿Se trata de una “transferencia”?, ¿o de “narcisismo” o autosugestión? ¿O se trata más bien de placeres intelectuales equivalentes a los del arte y la literatura? De cualquier manera, se trata de realidades emocionales propias de una cultura muy elaborada, que no se producen fácilmente y que exigen el control y bloqueo de numerosos instintos primarios obstaculizadores (egoístas, agresivos). Sin embargo, el resultado está siempre claro: fomentar comportamientos que hacen viable la plena confianza y pueden llevarnos a la plena cooperación: solo a partir de ahí es posible el paraíso.

  He aquí la gran solución al problema en apariencia insoluble de cómo sacrificar la obtención de beneficios personales a corto plazo para contribuir al bien común a medio o largo plazo: la utilización y desarrollo mediante métodos psicológicos (que a nivel social serían instituciones culturales) de mecanismos compensatorios  inmediatos (placer) en la ejecución de acciones altruistas. En eso consiste ser cristiano, y por eso hace bien José Antonio Marina en serlo y por eso deberíamos todos serlo.

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