lunes, 5 de agosto de 2013

“Tras la virtud”, 1984 . Alasdair McIntyre

  Ética o moral (estrictamente pueden ser equivalentes, aunque a veces se supone que la ética es una disciplina acerca de un conocimiento moral universal, no vinculado a unas costumbres sociales determinadas) es la base del comportamiento humano en tanto que modela la actitud del individuo con respecto a sus semejantes, calificando las conductas intencionales de los demás como adecuadas o inadecuadas para el bien común. Alasdair McIntyre, en “Tras la virtud”, parte de la formulación aristotélica de la ética, se enfrenta a la escuela emotivista, que debía de estar en boga en el momento en el que escribió su libro, y saca finalmente su propia conclusión. Por el camino tenemos un denso texto lleno de razonamientos hábilmente expuestos, referencias históricas y sociales, y más de un ingenioso ejemplo práctico.

La estructura básica de la ética es la que Aristóteles analizó en la Ética a Nicómaco. Dentro de ese esquema teleológico es fundamental el contraste entre «el-hombre-tal-como-es» y «el-hombre-tal-como-podría-ser-si-realizara-su-naturaleza —esencial». La ética es la ciencia que hace a los hombres capaces de entender cómo realizar la transición del primer estado al segundo. La ética, sin embargo, presupone desde este punto de vista alguna interpretación de posibilidad y acto, de la esencia del hombre como animal racional y, sobre todo, alguna interpretación del telos ["meta"] humano. Los preceptos que ordenan las diversas virtudes y prohíben sus vicios contrarios nos instruyen acerca de cómo pasar de la potencia al acto, de cómo realizar nuestra verdadera naturaleza y alcanzar nuestro verdadero fin.

  Kant nos da una fórmula que aún despierta admiración

Para Kant la diferencia entre una relación humana que no esté informada por la moral y otra que sí lo esté, es precisamente la diferencia entre una relación en la cual cada persona trata a la otra como un medio para sus propios fines primariamente, y otra en la que cada uno trata al otro como fin en sí mismo. 

  Esto es empezar bien, pero, en el pasado, las primeras distinciones acerca del comportamiento moral han dependido más de las convenciones sociales, escollo con el que nos encontraremos con frecuencia. Históricamente se consideran

tres etapas distintas: una primera en que la valoración y más concretamente la teoría y la práctica de la moral incorporan normas impersonales y auténticamente objetivas, que proveen de justificación racional a líneas de conducta, acciones y juicios concretos, y que son a su vez susceptibles de justificación racional; 

  Esta primera etapa correspondería a Aristóteles y a toda la ética cristiana posterior que buscaba justificarse en la religión revelada, después vendría

una segunda etapa en la que se producen intentos fracasados de mantener la objetividad e impersonalidad de los juicios morales, pero durante la cual el proyecto de suministrar justificación racional por y para las normas fracasa continuamente; 

  Esta segunda etapa, que incluye a Kant, correspondería al período de la Ilustración: la sabiduría laica; más adelante veremos lo de su “fracaso”

y [habría] una tercera etapa en la que teorías de tipo emotivista consiguen amplia aceptación porque existe un reconocimiento general, implícito en la práctica aunque no en una teoría explícita, de que las pretensiones de objetividad e impersonalidad no pueden darse por buenas.

 Una forma de abordar la discusión moral consiste en partir del comportamiento moral correcto que acomete el individuo virtuoso. Por lo tanto, se puede explicar la moral, más cómodamente, describiendo cuál es la virtud o qué virtudes hay, cuál es su importancia y cómo se adquieren o pierden. Así surge un gran catálogo de virtudes a lo largo de las épocas

Tenemos por lo menos tres conceptos muy diferentes de virtud para confrontar: la virtud es una cualidad que permite a un individuo desempeñar su papel social (Homero); la virtud es una cualidad que permite a un individuo progresar hacia el logro del fin específicamente humano, natural o sobrenatural (Aristóteles, el Nuevo Testamento y Tomás de Aquino); la virtud es una cualidad útil para conseguir el éxito terrenal y celestial (Franklin).

  La definición de este libro es

Una virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes

  Este concepto de “bienes internos” es muy importante a la hora de considerar el comportamiento virtuoso

Los bienes externos son típicamente objeto de una competencia en la que debe haber perdedores y ganadores. Los bienes internos son resultado de competir en excelencia, pero es típico de ellos que su logro es un bien para toda la comunidad que participa en la práctica. 

  Un ejemplo:

A un jugador de ajedrez que sólo se preocupa por vencer, y quizá por los bienes vinculados contingentemente al vencer, bienes como la fama, el prestigio y el dinero, el bien que le preocupa no es en modo alguno el específico del ajedrez o de los juegos similares al ajedrez; por tanto, no le importa ningún bien interno a la práctica del ajedrez. Podría lograr precisamente el mismo bien, como vencer y sus recompensas contingentes, en cualquier otro campo donde existiera competición y vencedores, si pudiera lograr un nivel de destreza comparable en ese campo.

  O sea:

Lo característico de la virtud es que para ser eficaz y producir los bienes internos que son su recompensa, debe ejercerse sin reparar en consecuencias. Alguien que posea auténticamente una virtud seguramente la manifestará en situaciones muy diversas, en muchas de las cuales la práctica de la virtud no puede sentir ninguna pretensión de eficacia como se espera que ocurra con una habilidad profesional.

  Para comprender el desarrollo de la virtud conviene comenzar por Aristóteles, el primer gran tratadista de la ética

El esquema moral que en una variedad de formas distintas y venciendo a numerosos rivales llegó a dominar durante largos períodos la Europa Medieval desde el siglo XII aproximadamente es un esquema que incluyó tanto elementos clásicos como teístas. ¿Qué resulta ser el bien para el hombre? Aristóteles le da el nombre de eudaimonía, cuya traducción es a menudo difícil: bienaventuranza, felicidad, prosperidad. Es el estado de estar bien y hacer bien estando bien, de un hombre bienquisto para sí mismo y en relación a lo divino. (…) Las virtudes son precisamente las cualidades cuya posesión hará al individuo capaz de alcanzar la eudaimonía y cuya falta frustrará su movimiento hacia ese fin. Las virtudes son disposiciones no sólo para actuar de maneras particulares, sino para sentir de maneras particulares. Para Aristóteles, actuar virtuosamente no es, como Kant pensaría más tarde, actuar contra la inclinación; es actuar desde una inclinación formada por el cultivo de las virtudes. La educación moral es una «éducation sentimentale».(…) Se hace lo virtuoso porque se es virtuoso. Este hecho distingue el ejercicio de las virtudes del ejercicio de ciertas cualidades que no son virtudes, sino más bien simulacros de virtudes. El soldado bien entrenado, por ejemplo, puede hacer lo que el valor le exigiría en una situación en particular, pero no porque sea valeroso, sino porque está bien entrenado, o quizá, yendo más allá del ejemplo de Aristóteles y recordando la máxima de Federico el Grande, porque tiene más miedo a sus propios oficiales que al enemigo. El agente auténticamente virtuoso actúa sobre la base de un juicio verdadero y racional. (…) El ejercicio de las virtudes exige, por lo tanto, la capacidad de juzgar y hacer lo correcto, en el lugar correcto, en el momento correcto y de la forma correcta. Según Aristóteles hay virtudes intelectuales que se adquieren por medio de la enseñanza, y virtudes de carácter que se adquieren por medio del ejercicio habitual.

  Pero aunque la ética de Aristóteles está, de hecho, muy vinculada al marco social, a la ciudadanía ateniense, su fundamento último es de tipo trascendente:

La divinidad impersonal e inmutable de la que habla Aristóteles, cuya contemplación metafísica procura al hombre su específico y último fin, no puede interesarse en lo meramente humano. Puesto que tal contemplación es el último fin humano, el ingrediente esencial y final que completa la vida del hombre que es eudaimon [“felicidad espiritual”, digamos] . Existe cierta tensión entre la visión de Aristóteles del hombre como esencialmente político y su visión del hombre como esencialmente metafísico
[
  Cualquiera que lea uno de los tres libros que se conservan de Aristóteles sobre ética (“Ética eudémica”, “Ética a Nicómaco” y “Gran Moral”) se llevará, sin embargo, más de una sorpresa cuando se pasa a los detalles acerca de las virtudes:

El único pasaje de la interpretación aristotélica de las virtudes que menciona algo parecido a la humildad la cataloga como vicio; Aristóteles no menciona en absoluto la paciencia.

  En cualquier caso, puesto que la justificación última de la moral en Aristóteles hace referencia al orden divino, la llegada del laicismo de la Ilustración obligó a replantear toda la cuestión de cuáles son las virtudes y cómo han de justificarse

Sólo a finales del siglo XVII y en el siglo XVIII, cuando distinguir lo moral de lo teológico, lo legal y lo estético se convirtió en doctrina admitida, el proyecto de justificación racional independiente para la moral llegó a ser no meramente interés de pensadores individuales, sino una cuestión central para la cultura de la Europa del Norte. De aquí que los filósofos morales del siglo XVIII se enzarzaran en lo que era un proyecto destinado inevitablemente al fracaso; por ello intentaron encontrar una base racional para sus creencias morales en un modo peculiar de entender la naturaleza humana, dado que, de una parte, eran herederos de un conjunto de mandatos morales, y de otra, heredaban un concepto de naturaleza humana, lo uno y lo otro expresamente diseñados para que discrepasen entre sí. La virtud aristotélica de la amistad y la cristiana de amor al prójimo fueron refundidas, en el siglo XVIII, en una virtud rebautizada fraternidad

   Kant es el más brillante de entre aquellos que fracasaron al intentar justificar la ética según una interpretación racional de la naturaleza humana

Kant consideraba que sus formulaciones del imperativo categórico en términos de universalizabilidad eran equivalentes a esta otra definición completamente distinta: «Actúa siempre de modo que la humanidad sea para ti, en tu propia persona y en la de los demás, un fin en sí mismo y no un medio». Lo que Kant quiere decir con eso de tratar a alguien como un fin más que como un medio, parece ser lo que sigue: Yo puedo proponer un curso de acción a alguien de dos modos, que son, o bien ofrecerle razones para actuar, o bien tratar de influirle por vías no racionales. Si hago lo primero (ofrecerle razones para actuar), lo trato como a una voluntad racional, digna del mismo respeto que a mí mismo me debo, porque al ofrecerle razones le ofrezco una consideración impersonal para que la evalúe. Lo que hace de una razón una buena razón no tiene que ver con quién la usa en una ocasión determinada; y hasta que un agente ha decidido por sí mismo si una razón es buena o no, no tiene razón para actuar.

  Veremos en qué queda la coherencia de la razón…

Por el contrario, la tentativa de persuasión no racional envuelve la tentativa de convertir al agente en un mero instrumento de mi voluntad, sin ninguna consideración para con su racionalidad. Pero Kant no nos da ninguna buena razón para mantener esta postura. Puedo sin inconsistencia alguna burlarlo: «Que cada uno excepto yo sea tratado como un medio» tal vez sea inmoral, pero no es inconsistente y no hay además ninguna inconsistencia en desear un universo de egoístas que vivan todos según esta máxima. Podría ser inconveniente para cada uno que todos vivieran según esta máxima, pero no sería imposible, e invocar consideraciones de conveniencia introduciría en cualquier caso justamente la referencia prudencial a la felicidad que Kant aspira a eliminar de toda consideración acerca de la moral.

   Esto recuerda un poco el chiste que hacía Aldous Huxley en una de sus novelas acerca de un pueblo que se regía por el principio de “No dejes que los demás te hagan aquello que tú en su lugar querrías hacerles”.

   En suma, de lo que se trata es de que una formulación razonada pueda coincidir siempre con el interés del individuo, permanentemente en conflicto con los otros individuos. Y el fracaso estriba en que los deseos humanos son irracionales y no pueden ser la base de regla armoniosa alguna. Una consecuencia de este fracaso sería la aparición hace cien años del “emotivismo”, que Mc Intyre claramente desaprueba

El emotivismo es la doctrina según la cual los juicios de valor, y más específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias, expresiones de actitudes o sentimientos. En la medida en que éstos posean un carácter moral o valorativo el emotivismo mantiene que pueden existir justificaciones racionales aparentes, pero que justificaciones realmente racionales no pueden existir, porque no hay ninguna. La perfección en la amistad y la contemplación de lo bello en la naturaleza o en el arte se convierten casi en el único fin, o quizás en el único justificable de toda acción humana.

  Y eso lleva a que el autor de este libro busque y pretenda hallar una solución:

La tradición aristotélica puede ser reformulada de tal manera que se restaure la inteligibilidad y racionalidad de nuestras actitudes y compromisos morales y sociales (...)  Tenemos las mejores razones para confiar en que el esquema moral fundamental de Aristóteles se enfrentará con éxito a los retos futuros que encuentre, puesto que los principios que definen el núcleo de este esquema moral son principios duraderos que trascienden con éxito los límites de los que le precedieron y al hacerlo nos ha provisto de los mejores medios disponibles para comprender a esos predecesores, superando por tanto los numerosos y sucesivos retos de los puntos de vista rivales, y siendo en todos los casos capaz de modificarse como conviniera al objeto de asimilar los puntos fuertes mientras ponía de manifiesto sus debilidades y limitaciones, al tiempo que daba la mejor explicación hasta la fecha sobre esas debilidades y limitaciones

  El objetivo sería conseguir los bienes internos de las prácticas propias propias de la virtud

Aunque las virtudes de justicia, valor y veracidad sean precisamente aquellas cualidades que nos conducen al logro de cierta clase de bienes, no obstante, a menos que las practiquemos desvinculadas de cualquier conjunto concreto de circunstancias contingentes, es decir que produzcan o no esos bienes, no podremos poseerlas en absoluto. La veracidad, la justicia y el valor, y quizás algunas otras, son excelencias auténticas, son virtudes a cuya luz debemos tipificarnos a nosotros y a los demás, cualquiera que sea nuestro punto de vista moral privado o cualesquiera que puedan ser los códigos particulares de nuestra sociedad. Sentado esto, no podemos eludir la definición de nuestras relaciones en términos de tales bienes, y ello no impide admitir que diferentes sociedades han tenido y tienen códigos diferentes de veracidad, justicia y valor.

   Estas ("veracidad, justicia y valor") serían las virtudes básicas, tanto hoy como en tiempos de Aristóteles

No existe una «conducta» identificable previa e independientemente de las intenciones, creencias y situaciones. De ahí que el proyecto de una ciencia de la conducta adquiera carácter misterioso y algo extravagante. No es que tal ciencia sea imposible, sino que apenas podría ser otra cosa sino una ciencia del movimiento físico no interpretado.

  Claro que aquí se nos ocurre preguntar cómo podemos saber cuáles son las intenciones verdaderas de alguien que actúe de acuerdo con las virtudes descritas ("veracidad, justicia y valor"). Si la conducta virtuosa es de acuerdo con unas intenciones y creencias, y no de acuerdo con la conducta externa, sólo podremos averiguar si esto es realmente así a partir de juzgar ese comportamiento virtuoso, ¿y cómo hacerlo si no es a partir de lo que podemos conocer de él? Porque nadie, de momento, puede tener certeza de cuales son en verdad las "intenciones, creencias y situaciones" de otra persona. Solo podemos conocer, en alguna medida, sus actos.

La vida buena para el hombre es la vida dedicada a buscar la vida buena para el hombre, y las virtudes necesarias para la búsqueda son aquellas que nos capacitan para entender más y mejor lo que la vida buena para el hombre es.

   No debemos perder de vista, sin embargo, ciertos puntos de vista complementarios del aristotelismo refinado que el autor defiende

Según la opinión estoica, distinta de la aristotélica, areté [virtud] es esencialmente una expresión singular y su posesión por un individuo, un asunto de todo o nada; se posee la perfección que la areté exige o no se posee. Con virtud, se tiene valor moral; sin virtud, se es moralmente despreciable. No hay grados intermedios. Puesto que la virtud requiere recto juicio, el hombre bueno es, en opinión estoica, también el hombre sabio. Pero no es necesariamente afortunado o eficaz en sus acciones. Hacer lo correcto no produce necesariamente placer o felicidad, salvación propia o del mundo, o cualquier otro tipo de éxito. Ninguna de estas cosas son bienes auténticos; son sólo bienes condicionalmente, con los que ayudar a la recta acción que realiza un agente con voluntad bien formada. Sólo tal voluntad es incondicionalmente buena. De ahí que el estoicismo abandonara cualquier noción de fin. (…) El hombre bueno es ciudadano del universo; su relación con las demás colectividades, con la ciudad, el reino o el imperio, es secundaria y accidental. (…) La virtud encuentra propósito y apunta fuera de sí misma; vivir bien es vivir la vida divina, vivir bien es servir no a un propósito privado, sino al orden cósmico. Sin embargo, en cada caso individual hacer lo correcto es actuar sin miras a ningún otro propósito, es simplemente hacer lo que está bien por sí mismo. (…) El estoicismo es la respuesta a un tipo concreto de desarrollo social y moral, un tipo de desarrollo que sorprendentemente anticipa algunos aspectos de la modernidad. 

  Básicamente, el estoicismo marca el mismo objetivo moral que el cristianismo, pero aparentemente sí tendría un fin, que sería la satisfacción de seguir la virtud en sí (¿una especie de narcisismo?). Y de ahí que el autor del libro lo relacione con la modernidad, con la búsqueda de una justificación de la moralidad más allá de la trascendencia divina o de la conveniencia social.

Para esta tendencia estoica es fundamental la creencia de que existe un modelo único de virtud y que el mérito moral descansa simplemente en su total acatamiento. (…) Kant se vio a sí mismo como el más destacado heredero moderno de los estoicos

  Y Kant es el más claro representante de una ética cristiana, más propiamente, de la protestante… la misma que ha supuesto el sustrato cultural de las hoy consideradas como las sociedades más avanzadas a un nivel humanista, las del norte de Europa… aunque también el nazismo surgió de estas sociedades. De todas formas, algunos podríamos no quedar satisfechos con la idea de Mc Intyre acerca de la virtud, basada en la veracidad, la justicia y el valor, como superior a la idea de Kant, con sus máximas del imperativo categórico, que según Wikipedia son: 1.«Obra sólo según una máxima tal, que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal». 2.«Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio». 3.«Obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de los fines».

  ¿Y por qué no decir que yo soy feliz sólo si los otros son felices? Es decir, que yo soy feliz si utilizo la felicidad de los otros como medio para ser feliz yo. Esto exigiría un cambio de costumbres y de gustos, pero esos cambios se dan constantemente a lo largo de la historia dependiendo de los condicionantes culturales.

  Veamos, en este sentido, lo que propone el cristianismo más allá del aristotelismo e incluso del estoicismo, que son sus puntos de partida:

Para el cristianismo medieval, ni siquiera la existencia de un vicio entraña necesariamente la comisión de una acción malvada. Todo depende del carácter, del acto interior de voluntad. Por tanto el carácter, campo de lucha de las virtudes y los vicios, se convierte simplemente en una circunstancia más, externa a la voluntad. El verdadero campo de lucha de la moral es la voluntad y sólo ella. Esta interiorización de la vida moral, con su énfasis sobre la voluntad y la ley, no sólo mira hacia atrás, a ciertos textos del Nuevo Testamento, sino también al estoicismo. 

  En conjunto, podemos ver que el éxito del cristianismo (éxito, aunque sea, en cuanto a la creación de riqueza y expansión de su modelo social por el mundo entero) parece tener alguna relación con todo esto. Desaparecida la justificación divina de las virtudes, queda una virtud benévola aparentemente autónoma que, por algún motivo, es generalmente aceptada. La “buena intención” de Kant es reconocida socialmente. Los ciudadanos han de pagar sus impuestos, ser corteses, productivos e incluso compasivos para adaptarse a un modelo social. El reconocimiento de este tipo de comportamiento virtuoso (Mc Intyre incluso recurre al ejemplo de la psicología de las novelas “femeninas” y cristianas de Jane Austen) no puede tener otra justificación que un interés cada vez mayor en el comportamiento humano: en las novelas, en la ciencia, en los medios de comunicación.

   Quizá la solución final pase por un reconocimiento más exacto de que, al fin y al cabo, todo lo que tenemos para juzgar el comportamiento humano es la observación públicamente compartida de la psicología más íntima en la medida en que ésta se exteriorice. Sin alma, sin Dios, sin autoridad científica, sólo nos queda compatibilizar los instintos de la conducta que hemos heredado de nuestros ancestros primitivos con los hallazgos más evidentes de la vida social: cooperar es productivo, competir no lo es; reconozcamos entonces nuestros instintos más cooperativos y desarrollemos algún medio que nos permita disfrutar de ellos como fin en sí, como “bien interno”.

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