sábado, 25 de febrero de 2023

“Discurso del método”, 1637. René Descartes

Creo que fue una gran ventura para mí el haberme metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a ciertas consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en el cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle llegar.  (p. 12)

  René Descartes se hizo célebre al presentar la “duda” como origen de su método para el conocimiento. Pero, con todo y con eso, había cosas de las que no dudaba.

Las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; esa misma regla recibe su certeza sólo de que Dios es o existe, y de que es un ser perfecto (p. 26)

  Dudar públicamente de la existencia de Dios hubiera sido imposible en el siglo XVII y, con ello, se afirma la excepción de que hay cosas que concebimos muy clara y distintamente de las que no se debe dudar. Lo importante, sin embargo, es la mención insistente en la duda y el método.

Deseando yo (…) ocuparme tan sólo de indagar la verdad, pensé que debía (…) rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si, después de hecho esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramente indudable (p. 24)

Considerando que todos los pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando. (p. 24)

  Descartes escribe su breve ensayo un poco como introducción a un extenso tratado sobre los conocimientos científicos que no llegó a completar. Si lo hubiera completado, éste habría seguido teniendo poca importancia en comparación con el significado de  su “Discurso del Método” en la historia de la evolución cultural (a su “Discurso” se sumarían después muchas obras notables en la misma línea, como sus “Meditaciones metafísicas”).

   Por supuesto, ya Sócrates había creado su propio método que se basaba también en la crítica, cuestionamiento y reducción al absurdo de los argumentos con la finalidad que es la de toda búsqueda de la sabiduría: vencer al prejuicio y a su primo hermano “el sentido común”.

Viendo varias cosas que, a pesar de parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían persuadido; y así me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden oscurecer nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para escuchar la voz de la razón. (p. 15)

  Este es un camino peligroso para el intelectual - la razón -, pues la destrucción de las costumbres aparenta una terrible amenaza para la vida apacible de una sociedad. El trágico proceso a Sócrates es también un buen ejemplo de ello. La edición del “Discurso” de Descartes ya demuestra que éste fue muy cuidadoso (y aun así, Descartes se vio perseguido por sus ideas). El progreso solo puede darse poco a poco, tomando todas las precauciones posibles.

  En ese sentido, dar un punto de vista utilitario de la necesidad de nuevos conocimientos supone una actitud astuta: cuando la gente se acostumbre –por su conveniencia práctica- a las innovaciones de todo tipo… tal vez ya sea imposible volver atrás incluso si alguien se apercibe de que los cambios no podrán limitarse solo a extraer agua de los pozos o mover vehículos con vapor.

Es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía especulativa, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos, que nos rodean, tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza. (p. 35)

   La enseñanza práctica, la tecnología, estaba apenas iniciándose en el siglo XVII, pero fue gracias a hombres como Descartes que los sencillos descubrimientos antes propios de los artesanos se revistieron de prestigio intelectual en tanto que conectados con el conocimiento que es también el propio para el progreso de las ciencias. La humildad de la ciencia de aplicación práctica, asimilable a la humildad cristiana, permite a Descartes y a muchos otros hacer avances que, a la larga, trastornarán toda la cultura generalmente aceptada.

  Las aportaciones de la visión de Descartes son valiosas también en otros aspectos relacionados con la actitud del intelectual ante el conocimiento racional y sus posibilidades.

Si lo que quieren es saber hablar de todo y cobrar fama de doctos, lo conseguirán más fácilmente contentándose con lo verosímil, que sin gran trabajo puede hallarse en todos los asuntos, que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco en algunas materias y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de otros temas, nos obliga a confesar francamente que los ignoramos (p. 39)

   Es decir, identificando la motivación de los estudiosos –el prestigio intelectual-, se señala la conveniencia de los hallazgos asequibles –en apariencia más modestos- en lugar del estilo ambicioso del conocimiento clásico –propio de la Antigüedad grecorromana- que buscaba saberlo todo –la verdad- a partir de la mera especulación  y quedaba, al estrellarse contra dificultades casi insuperables, muchas veces reducido a poco más que charlatanería.  

  Y

Ruego a quienes tengan objeciones que formular, que se tomen la molestia de enviarlas a mi librero, quien me las transmitirá (p. 40)

  Por primera vez encontramos una actitud participativa hacia el gran público. Un gran público que ahora está surgiendo en la sociedad mucho más plural, curiosa y tolerante, fuertemente urbanizada, del siglo XVII: aparece la prensa, se crea la Royal Society, los burgueses compran obras de arte, proliferan los centros de enseñanza… y el que quiera puede ponerse en contacto con el mismo René Descartes –con la ayuda del librero- que amablemente atenderá sus dudas y objeciones.

  El progreso de la razón y las ciencias hubo de hacerse paso a paso, y Descartes, que vivió en los tiempos de la guerra de los Treinta años, si bien no podía recuperar el escepticismo aristocrático de los epicúreos y otros dispersos grupos de librepensadores de la Roma precristiana -desde luego, no podía ser ateo, ya que simplemente estaba prohibido serlo-, sí podía señalar que la duda sobre casi todo implica trabajar muy intensivamente sobre las escasas certezas. Las matemáticas y las observaciones menos controvertidas de la naturaleza daban cierta seguridad. Con la observación del “yo pienso, luego soy” y la equiparación –inevitable, dadas las circunstancias- de las verdades matemáticas a la metafísica también podía, cuando menos, salir del paso a la hora de afirmar la existencia de Dios –aunque señalaba la existencia del escepticismo- y del alma inmortal.

Mi pensamiento no impone ninguna necesidad a las cosas; y así como es posible imaginar un caballo alado aunque ningún caballo tenga alas, de igual modo puedo quizás atribuir a Dios la existencia, aunque no exista ningún Dios.  Muy al contrario, está oculto aquí un sofisma: puesto que del hecho de no poder pensar un monte sin un valle no se sigue que exista en parte alguna el monte o el valle, sino tan sólo que el monte y el valle no se pueden separar mutuamente, existan o no. Por tanto, del hecho de no poder pensar a Dios privado de existencia, se sigue que la existencia es inseparable de Dios, y consiguientemente que Éste existe en realidad; no porque lo cree mi pensamiento o imponga una necesidad a alguna cosa, sino porque la necesidad de la cosa misma, es decir, de la existencia de Dios, me obliga a pensarlo: ya que no tengo libertad de pensar a Dios sin existencia, así como tengo libertad de imaginar un caballo con alas o sin ellas.5 (p. 40, Meditaciones metafísicas)

Por lo que se refiere al alma, aunque muchos han juzgado que no es fácil descubrir su naturaleza, y algunos hasta se han atrevido a decir que los conocimientos humanos demuestran que perece al mismo tiempo que el cuerpo y que sólo la fe sostiene lo contrario, no obstante, como los tales están condenados por el concilio de Letrán celebrado durante el papado de León X, en su sesión VIII, que expresamente encarga a los filósofos cristianos que refuten los argumentos de aquéllos y demuestren la doctrina verdadera con todos sus recursos, no he vacilado en intentar también esto.(p.  4, Meditaciones metafísicas)

  La aportación fundamental es la de considerar la mente humana como una posición sólida para comprender la realidad. Descartes es consciente de cómo la presión cultural condiciona el conocimiento: pero este mismo apercibimiento nos señala que, con honestidad y tenacidad, la razón individual es capaz de superar tales condicionantes. 

Habiendo visto (…), en mis viajes, que no todos los que piensan de modo contrario al nuestro son por ello bárbaros y salvajes, sino que muchos hacen tanto o más uso que nosotros de la razón; y habiendo considerado que un mismo hombre, con su mismo ingenio, si se ha criado desde niño entre franceses o alemanes, llega a ser muy diferente de lo que sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales; y que hasta en las modas de nuestros trajes, lo que nos ha gustado hace diez años, y acaso vuelva a gustarnos dentro de otros diez, nos parece hoy extravagante y ridículo, de suerte que más son la costumbre y el ejemplo los que nos persuaden, que un conocimiento cierto; y que, sin embargo, la multitud de votos no es una prueba que valga para las verdades algo difíciles de descubrir, porque más verosímil es que un hombre solo dé con ellas que no todo un pueblo, no podía yo elegir a una persona, cuyas opiniones me parecieran preferibles a las de las demás, y me vi como obligado a emprender por mí mismo la tarea de conducirme. (p. 18)

  Antonio Damasio ha escrito “El error del Descartes” referido principalmente a su idea dualista de una mente separada del cuerpo –"soy una cosa que piensa"-. 

Con seguridad, mi idea de la mente humana, en tanto que es una cosa que piensa, no extensa a lo largo ni a lo ancho ni a lo profundo, y no teniendo parte alguna de cuerpo, es mucho más clara que la idea de cualquier otra cosa corporal (p. 32, Meditaciones metafísicas)

Es manifiesto por la luz natural que la percepción del intelecto debe siempre preceder a la determinación de la voluntad  (p. 35, Meditaciones metafísicas)

  Pero no fue un desacierto que Descartes considerase que la mente racional puede hallar una cierta verdad a partir de los fenómenos evidentes y mensurables, e incluso obtener de tales hallazgos beneficios prácticos para las personas. Tiene un gran valor humanístico que exista la mente escéptica y autónoma, una vigorosa subjetividad consciente de los condicionamientos externos, aunque a los neurocientíficos más avanzados les conste que no es exactamente así.

Lectura de “Discurso del Método” en www.eBooket.com; lectura de “Meditaciones metafísicas” en Edición electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS

miércoles, 15 de febrero de 2023

“Posesión”, 2019. Bruce Hood

   Aunque no es el único factor de desigualdad entre los seres humanos, siempre se ha señalado la propiedad como el marcador más evidente de la diferencia entre personas dentro del mismo grupo social. “La propiedad es el robo”, escribió el célebre Proudhon.

La cuestión central de [este libro es]: ¿por qué queremos más de lo que necesitamos? (Capítulo 4)

  Según nos cuenta el psicólogo Bruce Hood, no parece que nuestro deseo de poseer tenga como motivación original el determinar nuestra superioridad sobre otros.

La urgencia de poseer procede de un impulso primitivo para controlar el mundo físico en torno a nosotros (Capítulo 3)

  Poseer es una forma de ser, y esto ya lo viven los niños más pequeños, guiados por los mismos instintos que luego los convertirán en sujetos racionales –y que también pueden llegar a ser prosociales, es decir, sujetos empáticos, altruistas y dignos de confianza-.

La propiedad representa una extensión del concepto del yo (…) Nuestra identidad es socialmente construida y eso incluye nuestra actitud hacia la propiedad (Capítulo 3)

  La Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce el derecho a la propiedad en su artículo 17. Necesitamos poseer como necesitamos ser libres y la afección de la familia. Además, entre los humanos, parece que el respeto a la propiedad ajena supone un instinto de solidaridad social, lo que también podemos interpretar como un respeto a la subjetividad del que se desarrolla como persona mediante, entre otras cualidades propias, el apego a la posesión. En su origen, el apego a la propiedad bien pudo estar relacionado con la misma subsistencia.

[A pesar de que la] oportunidad para el castigo a terceros sobre la propiedad de comida ha sido establecida, los chimpancés no ayudan a otros sino que solo defienden o toman represalias contra el robo de su propia comida. En contraste, desde una edad temprana, los niños humanos intervendrán para proteger la propiedad de otros (Capítulo 2)

  Respetamos la propiedad, también la ajena, porque carecer de ella puede simplemente hacernos imposible vivir. En el desarrollo humano propio de nuestra complejidad cognitiva, más allá de la mera subsistencia, la posesión da lugar a una valiosa forma de apego, de íntima socialización.

La propiedad psicológica (…) se origina de ver una conexión personal con tu propiedad (Capítulo 3)

  En el caso de los “objetos transicionales” de los niños, se trata de sostener de forma sustitutiva la mera proximidad física o la proximidad percibida con respecto a la madre.

Cuando los niños son separados de sus madres para dormir, tienen que establecer una rutina y estas posesiones se convierten en conexiones clave (Capítulo 3)

Muchos estiman el número de niños occidentales que forman apego emocional a juguetes blandos y mantas en alrededor del 60%   (Capítulo 3)

  En el despertar de la existencia, el “objeto transicional” se convierte en una especie de exclusa desde la privacidad cerrada del yo único a la feliz sociabilidad de la comunidad de confianza –familia y sus versiones extendidas posibles-. Poseer es la manifestación material de la existencia fuera de uno mismo y esta dimensión externa del “yo” se manifiesta como una fórmula de apego en cierto modo más manejable –una muñeca o una manta no va a dañarnos- pero que también implica una enseñanza útil para iniciarnos en la vida social. El apego a las posesiones se mantendrá en etapas vitales diferentes y con toda variedad de efectos.

Probablemente la forma más excesiva de apego emocional a los objetos se encuentra entre los coleccionistas. Los coleccionistas han invertido emocionalmente en sus colecciones (Capítulo 6)

  Una vez establecido esto, nos encontramos con el fenómeno de la propiedad privada como peligrosa perversión antisocial en la medida en que la acumulación de propiedades se enmarca en la competitividad por la supremacía.

A medida que hicimos la transición a las sociedades agrarias, los humanos comenzaron a producir excedentes de recursos que podían ser almacenados o robados. Es entonces cuando la propiedad se hizo crucialmente importante. (Capítulo 2)

El consumo y señalamiento conspicuo son formas de competir con otros. Compramos bienes lujosos para señalar nuestro estatus (Capítulo 5)

El consumismo por mero gusto de propiedad es una preocupación humana que deberíamos abandonar como innecesaria. De la misma forma que la demanda de pieles y marfil en Occidente fue restringida por preocupaciones conservacionistas (…), los humanos pueden cambiar su comportamiento cuando se trata de consumismo (Prólogo)

  Ahora bien, igual que el deseo del varón de tener esposa se origina a partir de un impulso sexual innato y en nada inmoral, el patriarcado pone al varón de la clase superior en la tesitura de afirmar su supremacía acaparando esposas y concubinas, y dejando al varón de clase inferior con menos posibilidades de encontrar pareja sexual.

  Con la propiedad de los bienes sucedería algo parecido. Podemos diferenciar entre la posesión como disponer de los medios mínimos para la subsistencia y el apego a ciertos bienes portadores de una carga emocional prosocial –por ejemplo, los recuerdos familiares-, y la posesión como marcador de desigualdad social –antisocial-.

  La posesión antisocial puede ser corregida.  

El Giving Pledge, establecido por Bill y Melinda Gates con Warren Buffett en 2010, el cual hasta ahora incluye a 187 milmillonarios que están dispuestos a renunciar a su riqueza, es un antídoto a la visión cínica de que los humanos son incapaces de cambiar su naturaleza posesiva. Muchos de estos individuos se dan cuenta no solo de que la riqueza heredada es injusta, sino también de que incluso puede ser una maldición para sus hijos despojarlos de la motivación para la autosatisfacción y el éxito individuales (Epílogo)

  Podemos entonces también señalar cuáles son los impulsos privados de autoafirmación personal que serían realmente valiosos en una cultura prosocial y que no explotarían el impulso innato de la posesión en el sentido de la desigualdad y la supremacía.

La contemplación, meditación, mindfulness o simple reflexión proporciona breves resquicios de felicidad, porque conseguimos saborear el momento antes de que la urgencia competitiva nos posea de nuevo. Lo que necesitamos no es más cosas sino más tiempo para apreciar lo que tenemos (Epílogo)

  Vivir en un mundo donde todo se comparta en un contexto de feliz apreciación de la existencia en común supone un estimable ideal, pero para compartir las posesiones primero hay que contar con ellas.

Buscamos posesiones incluso si no las necesitamos. Hay algo profundo en nuestras mentes como si estuviéramos emocionalmente obligados a poseer. Esta es la propiedad psicológica, una experiencia emocional generada por la satisfacción de propiedad que no siempre corresponde con la propiedad legal. (Capítulo 1)

  La valoración de los objetos poseídos, el apego que generan, es dependiente de diversos factores. 

Los individuos son dados a sobrevalorar ciertos bienes, tales como posesiones personales u objetos asociados con otros individuos significativos (Capítulo 4)

   En otras ocasiones la valoración no se genera ni por motivos sentimentales –relacionales, como con la maternidad- ni por motivos de afirmación de la superioridad, sino meramente por el costo que se ha invertido en ellos.

Tanto los primeros humanos como los Neandertales enterraban a sus muertos con artefactos. Algunos de estos artículos exigieron muchos cientos de horas de esfuerzo de manufactura (Capítulo 2)

  Esto implicaría cierta competitividad y muchas posibilidades de que la posesión devenga en un marcador de superioridad: evaluar de forma objetiva las posesiones por su costo (en dinero u horas de trabajo) no es lo mismo que valorar las cosas por ser posesiones personales u objetos asociados con otros individuos significativos.    

  Nada se dice en este libro acerca de la virtud del desapego que fue muy valorada por algunos moralistas –y por místicos-, a menos que la mención a The Giving Pledge la interpretemos en ese sentido, pero está claro que la posesión, en tanto que implica una extensión de la individualidad al mundo material, solo puede ser contrarrestada por otro tipo de expresiones subjetivas más completas. Es de suponer que se trataría de reemplazar la extensión del yo a los objetos bajo nuestro control por una extensión de tipo social, las relaciones de confianza, propiamente humanas y enriquecedoras… aunque arriesgadas, pues no podemos ejercer sobre nuestros semejantes el control que ejercemos sobre las posesiones de valor.

  Un indicio de que esto podría ser así es que el consumo que tiene que ver con las relaciones sociales –“experiencias”, como invitar a los amigos a cenar, por ejemplo- parece tener efectos más gratificantes.

Comparadas con el consumo material, que tiende a ser un asunto solitario, las experiencias, por su naturaleza, tienden a ser sucesos sociales que implican a otras personas (Capítulo 5)

  La educación al desapego también es posible. La tendencia a la posesión –con sus consecuencias de competitividad- puede ser corregida por el entorno cultural al ser, lógicamente, un obstáculo para una buena vida social.

Los bebés que ofrecen objetos con más frecuencia a sus pares tienen padres que les ofrecen cosas más frecuentemente a ellos (Capítulo 3)

[En la] primera infancia (…) las jerarquías de dominio tienden a ser lo primero que emerge, con las estructuras de amistad siguiendo y las estructuras altruistas desarrollándose más tarde (Capítulo 3)

  Los cambios en el comportamiento social relativo a la propiedad son detectables en la psicología innata, como se muestra en el caso siguiente:

El juego del dictador reveló un cambio en el comportamiento altruista. Los niños de seis años en la región [donde se había producido una catástrofe] se hicieron más egoístas, compartiendo menos que antes del terremoto, mientras los niños de nueve años hicieron lo opuesto: compartieron incluso más (Capítulo 4)

  Este caso en particular se refiere a niños que vivieron en una provincia china donde había tenido lugar un grave terremoto. A diferentes edades, el efecto de la repentina precariedad –despojo de posesiones- fue diferente según el nivel cognitivo de los niños de distintas edades.

  Quizá una humanidad futura desarrolle simultáneamente la expansión de la subjetividad mediante el apego a símbolos significativos aptos para la prosocialidad –pensemos, por ejemplo, en los anillos de compromiso que los novios poseen y comparten- tanto como el desapego general a las posesiones en el sentido de no utilizar el señalamiento conspicuo ni la privacidad excluyente.

Lectura de “Possessed” en Penguin Books 2019; traducción de idea21

domingo, 5 de febrero de 2023

“Principia Ethica”, 1903. G. E. Moore

   George Edward Moore es hoy considerado un filósofo moralista clásico y, como todos los clásicos, se halla en buena parte circunscrito a su época. En su caso, la época de la Inglaterra victoriana. Como todos los moralistas clásicos, creyó ver graves errores en los moralistas que lo precedieron y en buena parte de sus contemporáneos, y de sus errores obtendría, él sí, una visión universal, profunda y útil de la moralidad.

He tratado de descubrir cuáles son los principios fundamentales del razonamiento ético.  (p. Ix)

  Moore descubre dos graves errores en los moralistas. Por una parte, la falacia naturalista y, relacionada con ella, el utilitarismo de Bentham y Mill, una tendencia típica de la moralidad victoriana.

Argüir que una cosa es buena porque es ‘natural’ o mala porque es ‘innatural’, en los sentidos comunes del término, es falaz ciertamente. (p. 43)

Una de las máximas éticas más famosas es la que recomienda llevar una ‘vida de acuerdo con la naturaleza’. Tal fue el principio de la ética estoica (p. 39)

Si realmente estamos dando a entender que ‘sólo el placer es bueno como fin’, entonces, debemos estar de acuerdo con Bentham en que, “siendo igual la cantidad de placer, un juego infantil será tan bueno como la poesía”. (p. 73)

  Por otra parte, el idealista Kant también se equivoca gravemente

La concepción kantiana de que la virtud nos hace merecedores de felicidad está en flagrante contradicción con la concepción (…) que implican sus tesis (p. 165)

  Y lo juzga así porque Kant muestra a la virtud como instrumental con respecto a la felicidad (felicidad que, en última instancia, nos entrega la vida eterna sobrenatural como recompensa por cumplir la costosa virtud).

Aquellos que sostienen la concepción de que lo único bueno ha de encontrarse en la virtud, sostienen de modo casi invariable otras concepciones que contradicen la anterior, debido principalmente a la falla en analizar el significado de los conceptos éticos. El ejemplo más notorio de esta inconsistencia se encuentra en la concepción cristiana común de que la virtud, aunque sea lo único bueno, puede, sin embargo, ser recompensada con algo distinto de la virtud. El cielo es considerado usualmente como la recompensa de la virtud, y, sin embargo, se considera también usualmente que, a fin de que constituya tal recompensa, debe contener algún elemento, llamado felicidad, que no es ciertamente idéntico por completo al mero ejercicio de esas virtudes que recompensa.  (p. 165)

  Todavía más chocante es el credo musulmán, según el cual el llevar una vida de castidad se recompensa con la lujuria en el más allá. 

    Si el fin de la virtud es el obtener cosas diferentes de la virtud, en tal caso la práctica de la virtud no sería el mayor bien. El mayor bien sería aquello que la virtud nos ayuda a alcanzar. Se trata de una confusión entre medios y fines.

  Aparentemente, la solución la encontraríamos en que tanto la virtud del que busca el mayor bien como la meta a alcanzar por medio de la práctica de la misma virtud habrían de compartir la misma naturaleza: es decir, el bien. De esa forma, tanto el medio como el fin se armonizarían.

  Así, Moore es más kantiano que Kant, más idealista. Más en la línea de los estoicos, que nunca consideraron la felicidad ultraterrena como recompensa por la virtud. Se hace el bien por el bien mismo. La virtud sería su propia recompensa. ¿Es esto posible?

  Lo que es “bueno en sí” debe definirse en base a la naturaleza humana, pero no en base a lo que es o nos parece ser ésta hoy (falacia naturalista), sino en base a lo que debe ser (el ideal civilizado). El ideal moral es hacer lo bueno. ¿Y qué es lo bueno? ¿Y es “lo bueno”-sea lo que sea- incompatible o indiferente a la felicidad?

Las cosas más valiosas que conocemos o podemos imaginar son, con mucho, ciertos estados de conciencia que pueden, grosso modo, describirse como los placeres del trato humano y el goce de los objetos bellos.  (p. 178)

   Esto es un acierto que nos aproxima a una verdad universal. En tanto que “lo bueno” equivale a cierto tipo de “placeres”  -hay, por supuesto, otros placeres- parecería que medios y fin sí coinciden. Obrar la virtud sería entonces agradable –para las personas “buenas”- y no requeriría de recompensas posteriores.

El principal objeto de la ética, en cuanto ciencia sistemática, es ofrecer razones correctas para opinar que esto o aquello es bueno (p. 5)

  El amor a la bondad humana equivalente a la belleza ha de llevar a consecuencias en nuestra conducta, ya que la ética trata de mejorar nuestra vida en sociedad. Buscar el bien supondría el fin último de nuestro obrar, pero, mientras tanto, la vida cotidiana se refiere a todo tipo de cuestiones prácticas a corto plazo y, a primera vista, el mayor bien aparece solo como un lejano referente. Si buscar el bien último no nos ayuda a vivir mejor en sociedad, la ética sería inviable (por ejemplo, el caso de las sectas perfeccionistas que exigían la castidad universal, lo que hacía imposible tener descendencia).

En tanto que la ética se permita dar listas de virtudes o nombrar constitutivos de lo ideal, es indistinguible de la casuística. (…)La casuística es la meta de la investigación ética  (p. 4)

Afirmar que una cierta línea de conducta es, en un tiempo dado, absolutamente correcta u obligatoria, es afirmar obviamente que habrá más bien o menos mal en el mundo si se la adopta en lugar de otra. (p. 23)

Todas las leyes morales son meramente proposiciones acerca de que ciertas clases de acciones tendrán buenos efectos. (p. 139)

  Para que una ética sea viable, ha de tener tanto efectos prácticos para la mejora de vida en sociedad, como significado trascendente –ideal- que dé coherencia al conjunto de nuestro obrar a partir de los más íntimos impulsos.

Las emociones cuya contemplación es esencial para los más grandes valores y que son también excitadas apropiadamente por tal contemplación, parecen ser aquellas que más se ensalzan por lo común bajo el nombre de afectos. (p. 193)

   ¿Podríamos entonces considerar que lo más propiamente ideal de la naturaleza humana es “de tipo afectivo”? Eso concordaría con los hallazgos de muchos psicólogos evolutivos que encuentran en los afectos maternales la esencia del comportamiento social humano: sería la base del amor incondicional materno la que sostendría el sentido de la vida. La evolución cultural no sería otra cosa que un deseo de retornar a ese ideal afectivo que nos sugieren la naturaleza y el instinto.

  Vemos un poco en esta línea el que Moore no descuide el impacto que los hallazgos de Darwin supusieron para el pensamiento de su época.

Puede sostenerse que lo ‘más evolucionado’ es, de hecho, también lo mejor. En tal concepción no se encierra falacia alguna. Pero, si nos ofreciera alguna dirección acerca de cómo debemos actuar en el futuro, implicaría una larga y penosa investigación de los puntos exactos en que consiste la superioridad de lo más evolucionado. (p. 51)

   Habría, pues, una evolución ética (cultural) acorde con la evolución biológica. Siendo de naturaleza afectiva-en tanto que mamíferos o incluso “supermamíferos”, según señala algún psicólogo evolutivo-, la evolución nos marca el ideal instintivo de la bondad del amor incondicional –en su origen, materno- que en la vida social adulta conforma la base de toda belleza.

Las cualidades mentales admirables consisten en gran medida, si nuestras conclusiones previas son correctas, en una contemplación emocional de objetos bellos, y, por ende, su apreciación consistirá esencialmente en la contemplación de tal contemplación. (…) Para poner un ejemplo [de contemplación de tales objetos bellos], el del amor al amor, que es el más valioso bien que conocemos y más valioso todavía que el mero amor a la belleza,  (…) Sólo podemos admitir esto, si se entiende que lo primero incluye lo último de modo directo, en distintos grados. (pp. 191-192)

  Para un hombre de principios del siglo XX no es fácil establecer un ideal meramente afectivo y de tan amorosa benevolencia como base de una sociedad que, de hecho, requería de una competencia general en otros campos, todos ellos propios de un mundo capitalista, de lucha por el estatus y el éxito individual, todavía bastante agresivo y, en esencia, materialista.

La utilidad general de una acción depende muy comúnmente del hecho de que es generalmente practicada (p. 155)

   ¿Cómo puede ser coherente una visión del mundo en que la bondad absoluta de la maternidad se convierta en generadora de conductas que combatan el mal? Más bien parece que el mal solo puede combatirse punitivamente cultivando cualidades cívicas (severidad incluida) propias de la práctica de las autoridades. 

   Ahora bien, si partimos de una visión lógica del ideal moral…

Lo que es una virtud o un deber en un estado de sociedad puede no serlo en otro.  (p. 163)

   Quizá entonces no sería tan mala idea fijar un ideal inalcanzable, aunque de él no se pueda encontrar aplicación práctica en el estilo de vida del momento. Éste es un paso que Moore no se atrevió a dar… Aunque tampoco se cerró a ello, a la vista de su aguda crítica a utilitaristas, hedonistas o imperfectos idealistas (Kant).

Es claro que el principio metafísico de la ética, que reza ‘esta realidad eterna es el bien supremo’, sólo puede significar ‘algo como esta realidad eterna sería el bien supremo’.(…) La construcción metafísica de la realidad sería, por ende, muy útil para los propósitos de la ética, así fuera la mera construcción de una utopía imaginaria. Con tal que el género de cosas sugerido sea el mismo, la ficción es tan útil como la verdad, gracias a que nos ofrece una materia sobre la cual ejercer el juicio de valor. (p. 115)

  Merece la pena además el señalar que Moore no solo tenía dificultad en determinar los ideales absolutos, aunque fuese a nivel de ficción, sino también en identificar el mal o la fealdad, lo cual es una buena muestra de sus dificultades para afirmar un ideal de bondad universal acorde con las posibilidades de la naturaleza humana.

Por lo que toca a los placeres de la lujuria, la naturaleza del conocimiento, mediante cuya presencia han de definirse, es difícil de analizar en cierta medida. Pero, parece incluir, a la vez, conocimientos de sensaciones orgánicas y percepciones de estados corporales cuyo goce es ciertamente malo en sí. En la medida que se trata de ellos, la lascivia incluirá, pues, en su esencia, una contemplación admirativa de lo que es feo. (p. 197)

   Los placeres de la lujuria hoy se ven de forma diferente a como sucedía en la época de Moore, pero sí es valioso el señalamiento a sensaciones orgánicas y percepciones de estados corporales cuyo goce es ciertamente malo en sí porque de tal tipo de observaciones –y “sensaciones”- depende el juicio social y trascendental al respecto. 

Lectura de “Principia Ethica” en “Universidad Nacional Autónoma de México. Dirección  general de publicaciones” 1959; edición de Huberto Batis