miércoles, 25 de junio de 2025

“El darwinismo del sentido común”, 2008. John Lemos

   De las muchas interpretaciones que se han hecho del darwinismo en cuanto a lo que nos atañe como humanos civilizados  (la primera influyente y escandalosa fue la de Nietzsche), la del filósofo John Lemos trata de ser esclarecedora y conciliadora.

Las fuerzas constructivas de la evolución imponen una necesidad práctica de cada hombre para promover el bien común (p. 50)

  Porque el problema darwiniano es que el interés de la especie puede no ser el interés del individuo. Puede incluso no ser el interés de la sociedad. Para brutos como Nietzsche, si el darwinismo nos equiparaba a animales agresivos, competitivos y despiadados, estaría claro que “el bien común” no tiene por qué equivaler al “bien del hombre” (aquel cuya aportación genética es seleccionada por las reglas naturales de lucha, supervivencia y reproducción). 

  Sin embargo, una visión más exacta es que la biología humana nos proporciona un conjunto de comportamientos innatos  de gran diversidad, y que es la cultura la que, dentro de ciertos límites, utiliza selectivamente tal provisión de comportamientos innatos para elaborar sus leyes morales.

Hay una base biológica evolutiva por la cual aceptamos ciertos principios fundamentales de moralidad, tales como “ama a tu semejante como a ti mismo” o “trata a los seres humanos como fin en sí mismos” y (…) hay limitaciones biológicas evolutivas acerca de lo que podemos aceptar como normas morales (…) La cultura, no la biología, juega un gran papel en modelar el desarrollo de los sistemas morales (p. 194)

  Pero tampoco sería lo mejor pasar de la rigidez biológica  a la relatividad cultural.

Lo que al cabo gobierna la verdad de nuestras afirmaciones sobre las cosas que existen es simplemente la coherencia de estas afirmaciones con nuestras otras creencias y experiencias (p. 127)

  Y esto no es lo mismo que la objetividad científica. Creencias y experiencias nos son dadas por un entorno humano que es cambiante, no por la naturaleza de las cosas, si bien existen límites a los cambios que pueden darse.

Sahlins ha mostrado que en las sociedades no letradas hay tres niveles de interacción entre la gente: entre los parientes hay comportamiento altruista sin expectativa de correspondencia; entre los conocidos no emparentados hay altruismo recíproco; y entre los extraños  se dan relaciones de tipo amenazante (reciprocidad negativa) (p. 6)

  No se trata de comportamientos muy diferentes de los de los grandes simios. Por otra parte, en la forma en que interactúan los chimpancés, los gorilas o los bonobos dentro o fuera del grupo, no parece que se den cambios morales si se compara el comportamiento de cada comunidad de grandes simios de la misma especie. Es conocido el caso de los gorilas macho, que forman harenes y que suelen matar a las crías que las hembras previamente hayan tenido con el macho que los hubiera precedido como dominante en el grupo.

Un  varón matando a su hijo adoptivo es adaptativo si eso quiere decir más recursos y atención para sus propios hijos. Así, una explicación sociobiológica para la prohibición de matar hijos adoptivos es defectuosa (p. 20)

   El ser humano podría hacer lo mismo que el gorila en base al criterio darwiniano de favorecer la propia descendencia y no la de otro macho. Y parece existir, de hecho, cierta evidencia de que los varones siempre han discriminado en alguna medida a sus hijos adoptivos para perjudicarlos. Sin embargo, la cultura moral habría controlado esa tendencia. Algo que no sucede en los gorilas.

  Es interesante que en este libro el punto de vista del autor acerca del “sentido común” le lleva a adherirse al criterio ético “de la virtud”, que en general se considera un tanto primitivo, comparado con las mayores sutilezas psicológicas que en el siglo XVIII nos aportarían Kant o Hume.

Defenderé el punto de vista aristotélico centrado en la virtud (…) Aristóteles mantiene que la actividad característica de los seres humanos, la actividad que los distingue de los animales es la actividad racional. De modo que concluye que la función humana es la actividad racional  (p. 63)

[Según Aristóteles] una vida honesta es más probable que nos lleve a la preservación de las amistades, la aceptación social y otros beneficios (p. 65)

  El problema con entender mal la ética de la virtud de Aristóteles es que olvidamos que la virtud para Aristóteles (¿y para Lemos?) la proporcionaba el “sentido común” del estilo de vida de un caballero ateniense de hace dos mil y pico años. En la Atenas arrepentida de la condena a Sócrates e iluminada por la Academia de su discípulo Platón, es lógico que Aristóteles considerase que una vida virtuosa ha de ser racional, y que la virtud de la razón nos lleva a ser aceptados socialmente, lo que supone el éxito natural en la vida (tanto como, entre los chimpancés lo suponga el llegar a ser el macho alfa).

    Pero una racionalidad consecuente no tiene mucho que ver con la concepción de la virtud según el “sentido común". Para Aristóteles podía ser muy racional comprar y vender esclavos, mantener en la ignorancia a las mujeres y abusar sexualmente de los niños, pero si tratamos de comprender la “razón” como un mecanismo lógico basado en la evaluación imparcial de las evidencias contrastables, encontramos que su virtud podía ser la virtud de su tiempo, pero no la virtud de la razón.

   El gran Kant sin duda estaba acertado a la hora de buscar la razón pura que nos iluminara con principios morales incontestables (obrar de forma que pueda ser un modelo universal; nunca utilizar a la persona como medio sino como fin…)… aunque también es cierto que él mismo, pese a su intención contraria, caía en numerosos prejuicios propio de los hombres de su tiempo (como Aristóteles, aunque menos que Aristóteles).

   No es tanta la moralidad racional ajena al prejuicio.

Las afirmaciones morales son ciertas cuando sirven a los propósitos adaptativos a los que han servido históricamente. Así, por ejemplo, la afirmación de que “robar es malo” (p. 201)

  Toda virtud está determinada culturalmente a partir de las posibilidades que nos ofrece nuestra naturaleza biológica. ¿”Robar es malo”? ¿Qué es robar? ¿Los impuestos son un robo?, ¿la propiedad privada es un robo? En realidad, “robar” es, hasta cierto punto, solo aquello que la ley del momento considera que es “robar”.

   La cultura humana proporciona una gran variedad de modelos de desarrollo, aunque no infinitos (tenemos la evidencia de los sorprendentes paralelismos de las civilizaciones precolombinas con las del resto del mundo). Y lo más interesante de todo es que el proceso civilizatorio (el desarrollo de mecanismos culturales para corregir las tendencias antisociales que existen dentro de nosotros mismos) aparentemente es acumulativo y progresivo. Nosotros también tenemos un futuro, como Aristóteles y Kant lo tuvieron.

Las virtudes morales –valor, justicia, temperancia y demás- existen para ayudarnos a vivir en comunidad con otros. Vivimos en una comunidad con otros porque somos criaturas dependientes. Así, diferenciar a los miembros más necesitados de nuestra comunidad para usarlos como alimento o experimentación destruiría el mismo fundamento de la vida moral. Ya que las virtudes existen para ayudarnos a vivir bien en comunidad con otros seres humanos pero no con otros animales, la vida moral no se ve socavada si usamos animales para comida o experimentación científica  (p. 110)

  Éste no es un planteamiento correcto. La idea de “comunidad” como entorno de dependencia puede excluir no solo a los animales, sino también a todos en general de quienes no somos dependientes, como los bebés nacidos o no nacidos (el aborto actual, el infanticidio legítimo en tiempos de Aristóteles). Por no hablar de naciones extranjeras que supongamos amenazantes. No es tan fácil encontrar una moralidad natural del sentido común.

Deberíamos extender una igual consideración moral a no-personas parecidas a personas [chimpancés y fetos] a fin de no erosionar el sistema de simpatías necesario para una moralidad funcional (p.109)

  En cambio, la idea de “moralidad funcional” es mucho más práctica. Implica la psicología de la moralidad. Se puede pensar, por ejemplo, que en una sociedad humana comer carne no implica inmoralidad en tanto que no sea carne humana. Pero, en realidad, tenemos la realidad psicológica de que las personas veganas son estadísticamente más cultas, más intelectualmente formadas y, por tanto, más cooperativas, más productivas. Luego en cierta tendencia al veganismo tenemos una moralidad más funcional que limitándonos a la prohibición del canibalismo. La “moralidad funcional” es aquella que considera cómo los condicionamientos culturales impulsan una sociedad más pacífica y más cooperativa. Para los primeros cristianos, no había nada malo en tener esclavos, en tanto que estos fueran amados como miembros de la familia (aunque ¿en qué lugar dentro de la estructura familiar?), sin embargo, una moralidad funcional nos hace ver que la mejor forma de tratar a un esclavo… es darle la libertad, porque de forma inconsciente el amo siempre tendera a abusar de la condición subordinada del esclavo.

  La auténtica virtud racional  -y funcional- sería, por tanto, un principio de benevolencia y altruismo universal acorde con la naturaleza humana. El problema es que ni Aristóteles ni Kant concebían que la psicología social pueda demostrarnos que el nivel de altruismo y benevolencia es regulable mediante cambios culturales. Y que incluso esos cambios pueden ser planificados racionalmente.

Puesto que ve que nuestra felicidad individual solo se alcanza en la vida social y ya que las virtudes nos ayudan a alcanzar la aceptación social, Aristóteles no encuentra conflicto entre la racionalidad de la eudaimonia y la vida moral (p. 66)

  La aceptación social nunca será la misma en una sociedad cambiante, pero, teniendo en cuenta todos los cambios sociales posibles, hay una forma de virtud que será la que nos dará la aceptación social más prometedora en un marco perfeccionado de racionalidad y funcionalidad (mínima conflictividad humana, máxima cooperación).

Hay una primacía de la bondad humana y las virtudes conducentes a ella que le da un valor mayor (p. 70)

  El “sentido común” pueda que no sea otra cosa que el convencionalismo de una época dada, pero el “darwinismo”, como todo conocimiento que viene de la ciencia, implica una lúcida evaluación de la naturaleza humana. La virtud es armonía en base a la observancia por cada individuo del interés común. Y la bondad humana –prosocialidad, empatía, altruismo y emociones de benevolencia- es la conclusión, lógica y funcional, de la evolución cultural –que no genética- la cual no tiene por qué coincidir con el “sentido común” de un período cultural dado. No coincide con el de Aristóteles ni tampoco con el de hoy.

Lectura de “Commonsesnse Darwinism” en Carus Publishing Company, 2008 ; traducción de idea21

domingo, 15 de junio de 2025

“Ser humano”, 2023. Lewis Dartnell

   El libro del filósofo, astrobiólogo y divulgador Lewis Dartnell es uno de los muchos que, periódicamente, tratan de informar al gran público de todo lo que vamos averiguando –ciencias sociales mediante- acerca de la naturaleza humana (éste libro cuenta con el subtítulo “Cómo nuestra biología ha moldeado la historia universal”). Por mucho que los académicos más pretensiosos los critiquen por inexactos o insuficientemente documentados, tal tipo de libros son importantísimos porque ayudan a difundir entre el gran público el pensamiento crítico acerca de nuestras posibilidades futuras. 

En este libro quiero profundizar en la historia humana y explorar cómo nuestra humanidad fundamental se ha expresado en nuestras culturas, sociedades y civilizaciones.  (Introducción)

  La historia humana es, básicamente, el relato del desarrollo de la civilización, es decir, la elaboración de controles culturales a nuestros propios rasgos biológicos que más dificultan la convivencia y estorban a la cooperación (¿es la civilización "antinatural"?). Tremendo relato, necesaria explicación, fascinante especulación con respecto al futuro…

La civilización debe mantenerse unida mediante invenciones culturales superpuestas a nuestra sociabilidad inherente y a nuestro deseo de cooperar, tales como la religión, los códigos de leyes sistematizados, el control y el castigo de los infractores por parte del Estado y los sistemas de reputación institucionalizados, como los gremios mercantiles. (Capítulo 1)

  Está claro para qué sirve la civilización y cuál es la concepción convencional de ésta  (la religión, los códigos de leyes sistematizados, el control y el castigo de los infractores) ¿qué novedades nos aporta este autor?

Nuestro cerebro tiene claras limitaciones con respecto a su capacidad y velocidad máximas de procesamiento. Nuestra memoria operativa, por ejemplo, solo puede retener de tres a cinco elementos (palabras o números) a la vez. También cometemos errores y tomamos decisiones equivocadas, sobre todo si estamos cansados, desbordados o distraídos (Capítulo 8)

Si buscamos «Sesgo cognitivo» en Wikipedia, encontraremos un anexo que describe casi 150 sesgos (Capítulo 8)

Muchos de nuestros sesgos cognitivos parecen deberse a los intentos del cerebro de funcionar lo mejor posible con sus limitadas capacidades computacionales, utilizando reglas empíricas simplificadas conocidas como heurísticas. (Capítulo 8)

  El autor se equivoca al poner el énfasis en esta cuestión a lo largo de todo su libro. Con ser grave la cuestión de los sesgos, combatirlos no es la principal tarea de la civilización. Más bien, los sesgos serán corregidos una vez la cultura humana corrija previamente el problema principal de nuestro comportamiento: la agresividad (no figura en la lista de "sesgos"). Una sociedad agresiva (hasta el momento, todas las sociedades, humanas y no humanas, lo son) ignora la capacidad existente para establecer controles culturales a fin de propagar la benevolencia. Tales controles son los que permitirían el más alto rendimiento de la cooperación.

  Con todo, la limitación intelectual que representan las heurísticas y los sesgos cognitivos es, sin duda cierta, y su origen es lógico.

Si consideramos que nuestras capacidades cognitivas evolucionaron para mantener con vida a nuestros antepasados paleolíticos en las llanuras de África, la versatilidad de nuestro cerebro para lidiar con las matemáticas y la filosofía, componer sinfonías y diseñar transbordadores espaciales resulta aún más asombrosa. (Capítulo 8)

  Pero el reconocimiento de que los seres humanos podemos crear matemáticas y filosofía implica que también podemos construir sistemas educativos, pedagógicos y psicoterapéuticos capaces de combatir los sesgos. Leer buenos libros como éste es un ejemplo de lo mucho que puede hacerse en ese campo. 

  El auténtico problema, heredado –tanto como el sistema de pensamiento heurístico- de nuestro pasado prehistórico es la agresividad. La agresividad no supone ningún problema para todos los demás mamíferos superiores (que disputan por recursos escasos y por la reproducción) pero en el Homo sapiens es un absoluto desastre… porque nuestra capacidad cooperativa puede proporcionarnos tal abundancia de recursos que nunca habrá motivo para disputas por razón de escasez. El problema son las disputas mismas, innecesarias y contraproducentes.  

  En lugar de agresividad, necesitamos más cooperación, y consecuencia de una cooperación eficiente no estorbada por la agresividad, tendremos también el control cultural de los sesgos cognitivos.

    Si bien no se aborda directamente el control de la agresión, en este libro sí se aborda, por supuesto, el caso del altruismo recíproco entre humanos.

Se conocen algunos ejemplos de altruismo recíproco en el mundo animal —como entre los murciélagos vampiro—, pero esta práctica es excepcionalmente común entre los seres humanos. (Capítulo 1)

  Altruismo recíproco es que yo te doy una banana si tú me das una manzana. Pero el Homo Sapiens conoce mecanismos culturales mucho más avanzados y productivos. Lo que falta es desarrollarlos.

La noción de reciprocidad indirecta sostiene que, en vez que devolver un favor al mismo altruista, el receptor se lo hace a otros. (Capítulo 1)

  Es decir, se inculca una actitud -¿por instinto, por desarrollo civilizatorio?- por la cual se realizan actos altruistas de forma indiscriminada… con la expectativa razonable (¿basada en experiencia, en tradiciones?) de que ésta será correspondida por algún otro, en alguna parte (porque con mi público comportamiento generoso estoy ganándome una reputación como agente reciprocador). Si partimos de una actitud cooperativa, y ésta no es estorbada por la agresión (yo no coopero, sino que te agredo; yo no coopero si no que te robo; yo no coopero, sino que te engaño; yo no coopero, sino que te ignoro) la reciprocidad indirecta puede extenderse casi al extremo de una economía basada esencialmente en el altruismo (yo te ayudo porque tal comportamiento altruista lo tengo interiorizado tanto como un antisocial tiene interiorizada la actitud de explotar a los demás).

  Y Dartnell no olvida entonces volverse a un interesante episodio histórico.

[Durante la] «crisis del siglo III», la cual dio lugar a una rápida transformación del imperio entre el 250 y el 275. (…) el efecto más importante y duradero de la [así llamada] peste de Cipriano quizá fue la rápida difusión de una cierta religión. (…) Las iglesias cristianas de todo el imperio respondieron a la crisis de la peste animando a sus feligreses a ocuparse de las personas que padecían la enfermedad, aun a riesgo de contagiarse ellos. (Capítulo 4)

  Una circunstancia histórica biológicamente determinada, la gran epidemia, sirvió para seleccionar una ideología ética, de estilo de vida, que acabaría marcando el signo de la civilización (selección cultural, en lugar de selección biológica darwiniana). Con todos sus defectos, el cristianismo desarrollaba la compasión ya conocida por budistas y estoicos hasta dar lugar novedosamente a un prestigio social de la benevolencia activa como comportamiento interiorizado a nivel de masas.

  Sin embargo, llevará mucho demostrar que la ideología de la benevolencia activa está relacionada con el progreso económico. Para el autor, el progreso económico y social está relacionado directamente con la superación de los sesgos cognitivos, y en esto, desde luego, no puede elegir mejor uno de los ejemplos que cita.

Sir Francis Bacon [afirmó] en 1620: «El entendimiento humano, una vez que ha dado su conformidad a algo […], trata de arrastrar el resto en apoyo y en acuerdo con ello, y aunque sea mayor el número y fuerza de los ejemplos en contrario, aquel o los pasa inadvertidos o los menosprecia o los aparta y rechaza por medio de distingos, todo por la grave y dañosa preocupación de que quede inviolable la autoridad de aquellas sus primeras silepsis». (Capítulo 8)

   La visión de un mundo civilizado en la cual el juicio basado en evidencias contrastables -el número y fuerza de los ejemplos- acaba imponiéndose a los prejuicios de la tradición o la autoridad no es ni mucho menos un error. Si la razón humana es el mayor bien ¿no será un mal todo prejuicio que la obstaculice?  Al fin y al cabo, incluso el ser humano más primitivo utiliza la lógica y la razón para sus actividades cotidianas, ¿por qué no extender a todas las cuestiones este sistema de pensamiento?

En 1747, el médico naval James Lind comparó la eficacia de varios tratamientos [contra el escorbuto] que se barajaban en la época, incluidos la sidra, el vinagre, el ácido sulfúrico y el agua de mar, así como las naranjas y los limones, en lo que a menudo se describe como el primer ensayo clínico controlado. (Capítulo 7)

  El autor nos relata cómo incluso con esta metodología tan sencilla, aún se tardó decenios en admitir la importancia del consumo de cítricos para contrarrestar el escorbuto que afectaba terriblemente a los marinos transoceánicos. En este caso concreto, el prejuicio –sesgo- de los médicos de la época tenía que ver con el “academicismo” que les impulsaba a aislar los ingredientes supuestamente curativos: no podía tratarse tan solo de la simpleza de consumir naranjas y limones, sino de alguna esencia dentro de estas frutas que ellos debían refinar y elaborar costosamente (para mayor mérito de la sabiduría de los doctores).

[Se] desarrolló un proceso para conservar el zumo de cítricos y permitir su almacenamiento a largo plazo a bordo de los barcos que consistía en calentarlo para reducir el contenido de agua y concentrar el zumo, de manera que 24 naranjas o limones se convertían en tan solo 100 mililitros de líquido. [Se] sostenía, sin haberlo comprobado, que aquel jarabe de fruta conservaría su poder antiescorbútico durante años (Capítulo 7)

  El autor no relaciona este tipo de casos con lo que supuso el contraste, más adelante descubierto, entre la “filosofía natural” aristotélica y la ciencia moderna que surge precisamente en esta época entre Francis Bacon y el descubrimiento de la prevención del escorbuto.

  El cambio de paradigma, sin embargo, parece encontrarse en una visión moral de las relaciones humanas. Aristóteles, Arquímedes o Galeno podían buscar la sabiduría tanto como lo harían más tarde Francis Bacon, Descartes o Newton, pero sus motivaciones humanas eran otras. Los antiguos pretendían ser “sabios” y con ello adaptarse a la consideración de alto estatus que era otorgada por la estructura social de su tiempo. Los eruditos materialistas del siglo XVII solo buscaban ser “científicos”: modestos tratadistas a un nivel parecido al de los artistas o literatos… o al de los monjes sabios de los monasterios medievales. La Academia de Platón era algo muy diferente a la “Royal Society" (la mayoría de cuyos primeros socios fueron cuáqueros).

  Y aunque durante las actividades cotidianas se haga evidente que el razonamiento lógico nos puede dar, paso a paso, todas las respuestas a los dilemas a los que nos enfrentamos (unos antes y otros después, a medida que se reúnan y evalúen las evidencias), la lucha por el estatus no puede esperar, y esto es porque la agresividad y competitividad constantes dentro del grupo social (lo habitual en los mamíferos superiores) exige la adhesión a las reglas del juego. Si no hay juego, no puede haber ganador, y si no hay reglas establecidas, no podemos jugar a ver quién gana.

  La aparición de religiones compasivas, que trataban de inculcar pautas de conducta altruistas cambió las motivaciones de la acción social. La obtención de estatus social ya no se limitaba a formar parte de la estructura del poder político (aristócratas, propietarios, magistrados, guerreros, clase política… sabios) sino que ahora abarcaba el contribuir benevolentemente al bien común. A diferencia de los encumbrados disertadores de los simposios de la Antigüedad, los humildes primeros científicos de la Europa de la Reforma (cuáqueros, calvinistas, jansenistas...) anotaban cuidadosamente los datos obtenidos en sus laboratorios, sometían sus escritos a la crítica y los contrastaban con los hallazgos de los artesanos y los técnicos.

    Aunque ni siquiera hoy se ha formulado una alternativa social basada en la psicología del altruismo benevolente, las tradiciones –como el cristianismo- aparecidas en el curso del progreso civilizatorio sí han permitido que se abrieran paso principios psicológicamente igualitarios (el alma inmortal, la caridad, la humildad) que, de forma necesaria, han acabado con los sesgos y prejuicios. La violenta sociedad europea de la Edad Media y el Renacimiento dejó, en su religión, resquicios de benevolencia no competitiva como un ideal psicológico de control de la agresión y de control del prejuicio.

Nuestra capacidad de evolución cultural es una fuerza inmensamente poderosa que ha permitido a la humanidad superar muchas de las limitaciones de su naturaleza. (Coda)

Lectura de “Ser humano” en Penguin Random House Grupo Editorial, 2024; traducción de Rosa Pérez Pérez

jueves, 5 de junio de 2025

“Retórica de la religión”, 1961. Kenneth Burke

    El concepto de la “logología” que en este ensayo desarrolla el filósofo Kenneth Burke aplicado a los textos religiosos cristianos no es de lo más conocidos, precisamente. Tiene que ver con la antigua disciplina de la “retórica”.

Con el permiso de Dios, aunque no sin su resentimiento, la simiente de Adán puede hacer hasta aquello que se le ha dicho explícitamente que no haga. El animal que usa palabras no sólo entiende un “no harás”; puede llevar el principio de lo negativo un paso más adelante y responder al “no harás” con un “no” desobediente. Logológicamente, la distinción entre la inocencia natural y el hombre caído gira alrededor de este problema de lenguaje y lo negativo. Si se elimina el lenguaje de la naturaleza, no puede haber desobediencia moral. En este sentido, la desobediencia moral es “doctrinal”. Como la fe, tiene su fundamento en el lenguaje (p. 149)

   La expresión de los sentimientos religiosos es tremendamente compleja: ha de proponerse un idealismo asequible a nivel de masas que mejore el comportamiento social y que vincule emocionalmente a cada individuo… y al mismo tiempo ha de fundamentarse este idealismo en el pensamiento racional (adoctrinamiento) que inevitablemente va a entrar en conflicto con un idealismo que, para ser efectivo, dependerá más de la emoción que de la razón. Por eso, muchas cosas mejor no decirlas de forma explícita, mejor expresarlas en la ambigüedad que es propia del arte y la literatura.

   El lenguaje es pensamiento. Y a veces no pensamos lo suficiente lo que decimos… y el lenguaje piensa por nosotros. 

   El mito del “hombre caído”, de la “Caída”, es fundamental en el cristianismo: creados a semejanza de Dios, sin embargo, los hombres fracasan al desobedecerlo y se hacen indignos de su divino origen. Necesitamos este mito para que coexistan en nuestra cultura tanto la necesidad de perfeccionarnos (ya que somos imperfectos) como la posibilidad de que esto pueda llevarse a cabo (porque nuestro origen es divino, al fin y al cabo).

  Por eso, si en el mandato divino incluimos necesariamente la exigencia de  “no” desobedecer es que damos por supuesto que la obediencia se enfrenta a fuertes obstáculos. “Por la ley conocí el pecado”.

El “mal” está implícito en la idea de “orden” porque “orden” es un término polar, o dialéctico, que implica una idea de “desorden”. (p. 155)

  En la religión moderna (no los “cultos mágicos” de los primitivos) el lenguaje es esencial para conformar el elemento simbólico, sin el cual la religión no puede existir. Y el lenguaje implica su propia doctrina en el ámbito de lo inconsciente, más allá de lo explícito.

Un cálculo logológico nos inclina (…) hacia la búsqueda de continuidades en el desarrollo que partió de la teología occidental hacia el orden de contabilidad y tecnología modernas, particularmente puesto que tal cálculo nos ayuda a estar siempre alertas en cuanto al papel del simbolismo como genio de motivación de la empresa secular. (p. 133)

Todo pensamiento ordenado será una función de sus sistemas de símbolos. (p. 232)

   El autor examina particularmente la obra –tan innovadora y crucial- de San Agustín.

Al repasar la larga serie de búsquedas, interrogaciones e “inquisiciones” de Agustín, vemos el retrato de un investigador que, aunque no lo expresara abiertamente, había experimentado incansablemente. Espontaneidad infantil; juegos pueriles; perversidad adolescente; absorción imaginativa en la poesía de Roma y Grecia; liberalismo estético; amores alborotados y amores cargados de remordimientos de conciencia; profesionalismo metropolitano como retórico (una mezcla de enseñanza y el arte de vender); astrología; escepticismo o la duda sistemática (al estilo de los académicos); estoicismo (la filosofía básica relacionada con el culto romano del gobierno, que Agustín ejemplificaría casi inconscientemente, porque aunque no menciona a los estoicos como tales, sí habla de haber sido muy influido por el moralismo del Hortensius de Cicerón, obra fuertemente matizada por el espíritu burocrático estoico); “actitud comunitaria” (si así se nos permite designar el tipo de asociación intelectual que casi condujera al directo establecimiento de una colonia comunal); maniqueísmo; los platónicos; y hasta un toque de aristotelismo, como, por ejemplo, en sus pensamientos sobre las Categorías de Aristóteles. (p. 80)

  Agustín hizo viable en la fe de las masas los principios filosóficos y éticos que Platón y Aristóteles formularon para las élites. Para las masas, esto no puede hacerse a nivel de “didactismo”, de desarrollo erudito, sino solo por caminos simbólicos. El uso del lenguaje como fuente autónoma de simbolismo es lo que hace accesible la perspectiva filosófica a la totalidad de la sociedad.

  Agustín es el hombre-puente entre la Antigüedad y la Cristiandad. Su evolución personal es evolución social. Agustín, el profundo y erudito filósofo, no puede renunciar a la filosofía por la fe de forma explícita. No puede decir: “aprendí mucho y eso me llevó al escepticismo crítico, pero ahora pretendo tener fe por el bien de la humanidad aceptando todo irracionalismo”. Esa actitud es imposible. Sin embargo, el uso del lenguaje nos proporciona marcadores inconscientes que permiten conciliar la evolución racional (Teología, razonamiento, Ciencia) y la aceptación irracional por el bien común (Fe dentro de la Iglesia).

Nuestro objetivo aquí es (…) tratar, en la medida de lo posible, de traducir los puntos de vista de Agustín de teología a “logología”. Es decir, dados los recursos del lenguaje, ¿qué se podría decir acerca de la eternidad, aunque tal vez no existe? (p. 113)

Hay una diferencia cualitativa entre el símbolo y lo que es simbolizado. (p. 23)

   Nombrar lo que no existe no lo hace existir… pero puede afectar emocionalmente en un sentido de mejora social. El lenguaje siempre miente y lo que no se dice a veces nos cuenta mucho más que lo que se dice: “¡no pienses en un oso polar!”. 

  Otro ejemplo, tras el de la “Caída”: la “alianza”.

La idea de un redentor está implícita en la idea de una alianza (p. 143)

   Porque una alianza presupone un conflicto previo y por lo tanto ese conflicto latente puede seguir existiendo (en tanto que la palabra “alianza” presupone “conflicto previo”). “Redentor” es un concepto que implica fin del conflicto en una medida de cambio de paradigma: la “alianza” es vulnerable, el “redentor” no.

  Las pequeñas diferencias son extraordinariamente importantes, como siempre pasa en la psicología.

Los calvinistas proponen la voluntad de Dios como fuente de salvación y condenación. La Iglesia afirma que la voluntad de Dios es fuente de salvación y que la voluntad del hombre es fuente de condenación (p. 194)

  Un Dios que no condena, pero que “solo salva” es un engaño retórico. El Dios calvinista es mucho más real, porque su siniestra voluntad deja al hombre más a cargo de su propio destino: de Dios no esperes nada, pues ya emitió sentencia. Católicos y calvinistas podrán predicar a partir de las mismas Escrituras, y podrán decir igualmente, si les parece conveniente, que “Dios es amor”, pero las palabras “salvación” y “condenación” tienen vida propia.

   ¿Qué utilidad nos aporta esta perspectiva “logológica”? Quizá hoy podríamos aspirar a una cultura racional de significados explícitos. Agustín tenía que construir un discurso necesariamente inestable (fe/razón) y por eso requería de un uso retórico de los simbolismos doctrinales.

El tema de la religión puede ser considerado como parte de la retórica en el sentido de que la retórica es el arte de persuasión, y las cosmogonías religiosas son concebidas, en último análisis, como formas de persuasión excepcionalmente minuciosas (p. 9)

  Cuando menos, hoy necesitamos equiparnos cognitivamente ante la amenaza de volver a caer en el enredo de las concepciones “inefables”. Lo inefable no es solo lo inexplicable… presupone lo contradictorio y lo imperfecto, so pretexto de que es tan perfecto que no puede ser expresado…

Hay palabras acerca de las palabras. He aquí el dominio de diccionarios, gramática, etimología, filología, crítica literaria, retórica, poética, dialéctica —todo lo que me complace concebir reunido en una disciplina que quisiera llamar “logología”—. (p. 21)

   Una sociedad futura ideal tendrá emociones y principios racionales perfectamente coordinados y en la formación epistémica de cada individuo socialmente autónomo de esta sociedad ideal futura, la historia de la logología y la retórica será perfectamente comprendida.

Lectura de “Retórica de la religión” en Fondo de Cultura Económica edición electrónica 2014; traducción de Mary Roman Wolff